lunes, 3 de noviembre de 2014

Poirot or not Poirot




Agatha Christie y su inefable Hércules Poirot forman parte de mi existencia más íntima. Siestas caniculares o tardes otoñales de mi adolescencia cobraron sentido gracias a la compañía de este detective floripondio y sagaz. Siempre capaz de resolver los misterios más sorprendentes, Poirot era el héroe que hacia posible la felicidad, que todo estuviera en su lugar; en un ambiente puramente burgués controlado por la rutina y las buenas costumbres; garante de la decencia. 

Muchas han sido sus aventuras y sus desafíos, de los que salió vencedor, salvo en la novela Telón, donde fue 'ejecutado' por su autora, hastiada de un personaje que devoraba sus entrañas. El té como factor aglutinador de las relaciones humanas, la modélica sociedad postvictoriana, el equilibrio permanente, las debilidades humanas, los instintos criminales… componen los ingredientes de un cóctel que Christie dominaba como nadie. Magistral y única.

Cuando supe que los herederos de la autora más vendida de la historia habían decidido resucitar al detective belga, enseguida sentí sentimientos cruzados. Poirot vuelve a la vida, pero ¿en qué condiciones?, ¿era un ser postizo que se aparecía ante sus incondicionales buscando una segunda oportunidad?, ¿o era más bien producto del ingenio marketiniano que busca aprovechar el bagaje del detective para seguir explotando la mina de oro? 

Hay personajes que superan a sus autores. James Bond, Asterix, Superman, Batman, Tarzán, Frankestein… todos ellos tienen la fuerza suficiente para obviar a sus creadores y proyectarse al mundo como paradigmas autónomos y con vida propia. Pero, con Poirot, me costaba desligarlo de la dama británica y se abría ante mí el reto de leer una novela espúrea, con todos mis prejuicios en guardia y con la sensibilidad a flor de piel.

Pero al mismo tiempo sentí una emoción especial al abrir los lomos de una edición muy cuidada y que me invitaba a despojarme de cualquier recelo. Y así empecé a leer esta historia que prometía, ambientada en aquel Londres inmortal de Scotland Yard y tiempo inclemente. No desvelaré ningún elemento clave del argumento que disuadiría su lectura. Pero puedo decir que mis percepciones han ido variando a medida que devoraba sus páginas.

La escritora Sophie Hannah ha demostrado ser una más que digna alumna de Agatha, superándola en sentido del humor y enrevesamiento temático. Poirot ha vuelto a la vida, aunque no siempre reconocible, por más que su autora se empeñe en modelarlo a imagen y semejanza de su estereotipo. Ha rizado el rizo, ha sido más papista que el papa, más poirotista que el propio Poirot.

Captar el alma es el ejercicio más complicado y aquí el resultado ha sido desigual. Hannah se ha visto en la necesidad de retorcer una historia para hacerla reconocible y sostenible frente a su original. En gran parte de la novela ha logrado perpetrar el engaño y los lectores así se lo reconocerán. En otros momentos de la novela, Poirot me se me antoja demasiado perfecto, demasiado maquillado.
  
Tras leerme la última página de esta novela, conducida por un nuevo secundario (el inspector Catchpool de Scottland Yard), no quedo convencido de si estoy de acuerdo con perpetuar un personaje que alcanzó todos los desafíos imaginables. Me ha gustado la novela, he disfrutado, ha captado la esencia y con una traducción impecable nos abre de nuevo las puertas de la ilusión de recuperar a un mito novelesco. 

Pero ¿hasta qué punto era necesario desempolvar el bombín y el bigote engominado? ¿liberarlo del auspicio maternal de Agatha Christie? ¿Tiene licencia para ser una marca libre de tutelas culturales? Me cuesta decidirme. La respuesta está en manos de los lectores… yo prefiero callar mi veredicto, atormentado por dos sentimientos contradictorios.


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