domingo, 23 de octubre de 2011

Brooklyn, de Colm Tóibín



Lección para novelistas aprendices
Mariano Oliveros

Imaginémonos en el papel de aprendices de novelista - ¿qué lector no ha deseado emular las proezas estéticas de Faulkner o Borges?-. Ebrios de brillantes ideas procedentes de nuestra amplia y envidiable trayectoria vital y tras habernos decidido por escribir la gran novela del perplejo hombre postmoderno (seguidor infatigable de este blog), descubriremos, para amarga sorpresa de nuestra alma lectora, que somos incapaces de empezar por el principio: escoger cuál será el punto de vista más apropiado para nuestra narración.

Atraídos pero, a la vez, desbordados, por las oscuridades y sutilezas de los cuatro narradores de ¡Absalón, Absalón! tanto como por la, aparentemente sencilla pero inasequible a nuestras escasas fuerzas literarias, narración en primera persona de El Aleph,  acabaremos, quizá, intentando repetir los Ejercicios de estilo de Queneau, para descubrir,  consternados, que solo son factibles para un sosia del propio Queneau.  Exasperados por nuestra torpeza, probablemente recalemos, con íntimo escarnio, en las clases de creación literaria que ofrecen, u ofrecían, los centros culturales en cualquier lugar de España.

Aunque, tal vez, para nuestra fortuna, salga antes a nuestro encuentro Brooklyn, de Colm Tóibín. El fiel narrador de Brooklyn nos detalla la experiencia de Eilis, una joven irlandesa que se decide a emigrar a Estados Unidos porque recibe una oferta de trabajo en firme desde Nueva York, muy preferible a las tareas de tendera eventual que realiza en su diminuto Enniscorthy natal (el lugar de nacimiento del propio Tóibín). Se trata de una novela de iniciación que nos muestra el camino de la progresiva independencia de Eilis frente a los dictados de su entorno inmediato, de su familia y de su iglesia.

El punto de vista del narrador define totalmente la novela, por cuanto solo se nos muestran, parcialmente, las emociones y los pensamientos de Eilis; al resto de los personajes los conocemos únicamente a través de sus actos, de sus diálogos y de las opiniones de la propia Eilis. Con un esfuerzo permanente de contención, Tóibín nos desgrana, sin concesiones artificiosas, la odisea de la protagonista, sometida a las duras experiencias del emigrante que debe dejar atrás todo cuanto ama en busca de un futuro mejor. 

La descripción de los hechos es, en ocasiones, tan parca en detalles subjetivos que parece más propia de un notario que de un novelista. Ello no impide que transiten, a lo largo de todo el relato, corrientes emocionales de gran intensidad que resuenan solamente de forma sutil en el curso de la narración, como en sordina: la intensa humanidad de todos los personajes es uno de los puntos fuertes de la novela.



La perspectiva restringida del narrador nos impide ser los videntes del futuro de Eilis, por eso nos resulta tan impactante el dilema final de la protagonista. La clave de la novela, el conflicto moral de Eilis descrito en las últimas páginas, trasciende su propia anécdota para hacernos reflexionar sobre el fiel de la balanza de nuestras vidas, ¿qué pesa más en nuestro destino, las circunstancias externas o nuestras íntimas decisiones personales?

Tras haber recibido esta soberbia lección sobre la importancia del punto de vista en la narración y deseosos, a nuestra vez, de convertirnos en dueños del secreto, quizá deseemos discutirle a Tóibín el uso del truco de mostrarnos lo subjetivo solo cuando a él le interesa. Pero, amigos, para discutir hay que tener argumentos: ¡a escribir, aprendices de novelista!


Brooklyn
Colm Tóibín
Editorial Lumen
315 páginas
18,90 euros

domingo, 16 de octubre de 2011

La niña de Rajoy



Retrocedamos cuatro años. Es muy probable que lo que más se recuerde de los dos debates que Zapatero y Rajoy mantuvieron a principios de 2008, en la recta final de la anterior campaña presidencial española, no sea la dura recriminación del candidato del PP al socialista por haber olvidado a las víctimas del terrorismo, o la andanada de cifras que uno y otro dieron para justificar su más o menos pesimista visión de la economía.

Lo más probable es que si hoy se pregunta por aquellos cara a cara televisivos muchos vuelvan a hablar de "la niña de Rajoy", el personaje de ficción con el que el líder de la derecha debía coronar su intervención, en un intento de mostrar su lado más humano. "El otro día hablé de una niña, de una niña que tiene que crecer, y en esa niña pienso, porque esa niña mueve mi sentimiento y mi corazón", sentenció Rajoy para cerrar el segundo debate televisado. 



Ni que decir tiene que el intento de Rajoy de emocionar y ganarse a la audiencia con esa historia fracasó y algunos le tacharon incluso de cursi. La voz del candidato transmitió poca convicción y sus dotes de actor quedaron en entredicho. La mirada esquiva del político, siempre más pendiente del papel que de la cámara, tampoco ayudó. En realidad, siempre pareció que Rajoy leía un texto y que ese texto, además, no era para él.

Sin embargo, la famosa niña del político gallego es muy de nuestro tiempo, mucho más, en todo caso, que el discurso más tradicional de Zapatero. Y es que la teoría que sostenía el planteamiento de los asesores del candidato conservador reconoce el papel central del storytelling, o arte de contar historias, que durante siglos estuvo circunscrito al ámbito de la literatura, pero que en las últimas décadas se ha convertido en un arma de persuasión y encantamiento a la que han recurrido líderes políticos y empresariales de todo el mundo.

En este libro, el escritor francés Christian Salmon, que no se hace eco del caso de Rajoy, hace un repaso por algunos de las manifestaciones del storytelling en vida política americana y francesa, explicando incluso cómo se lo ha apropiado el Pentágono, que cada vez recurre más a guionistas de Hollywood y al mundo del videojuego.

Salmon examina los efectos de esta ficcionalización del mundo en dos ámbitos básicamente: el económico y el de la política. En el mundo de la empresa, este "imperialismo narrativo", que impone un acercamiento a la realidad a través de una story cercana y emotiva y nunca gracias a un análisis riguroso de los hechos, ha producido una metamorfosis profunda en el modo de comunicar de las corporaciones.

Ya no vale el producto o la marca a secas. La imagen de la compañía tiene que ir asociada a un relato, a una historia de superación. Como la del fabricante de ordenadores que empezó en un garaje o la destilería de wisky que ha salido adelante gracias al trabajo sincero, abnegado y respetuoso con la tradición de una familia. Esta capacidad del storytelling para crear mundos de color rosa en la empresa, denuncia Salmon recordando a Richard Sennet, han llevado a creer en el cambio constante como algo incuestionable o a asumir la ficción (movilizadora) de que nadie compite con nadie y todos somos iguales en el seno de las compañías.
  
Más jugosos si cabe son los capítulos que Salmon dedica a los presidentes de los EEUU que, en mayor o menor medida, han recurrido al storytelling para transmitir su visión (interesada) del mundo. Porque si algo tienen en común Ronald Reagan (un actor al fin y al cabo), George W. Bush y Barack Obama, es precisamente su confianza absoluta en el discurso-ficción como vehículo para motivar a la ciudadanía.

El ejemplo de Obama es iluminador. Los muy estudiados discursos que, durante los dos años previos a su elección, le sirvieron para darse a conocer por todo el país están trufados de tiernas historias, como la de Ann Nixon Cooper, una anciana activista de color que nació poco después de la abolición de la esclavitud y que, con 107 años cumplidos, se  convirtió en la materialización, como el propio Obama, del sueño americano.

Christian Salmon también dedica unas páginas finales a la política en su país, Francia, para recordar que en las últimas elecciones presidenciales, que enfrentaron a Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal, también se impuso la confrontación de historias personales al estricto debate de ideas. Sarkozy con la del hijo rebelde que rompe con el padre-presidente y Royal con la de la atractiva mujer que derriba a los viejos elefantes de su partido.

Es un punto de inflexión en Francia que hace pensar que hay larga vida para el storytelling político también en el viejo continente. Eso sí, con la connivencia de unos medios dispuestos a aprovechar el amarillismo que todo esto genera. En fin, el libro de Salmon, que está bien documentado y que recurre a una prosa sobria y culta, ayuda a desentrañar y desenmascarar el sentido de las historias que hoy dirigen el mundo y que, en periodo de elecciones, siempre vuelven al primer plano.   


Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes
Christian Salmon
Prólogo de Miguel Roig
262 páginas
20,90 euros

martes, 11 de octubre de 2011

A vueltas con el trabajo



En La mano invisible, la última novela de Isaac Rosa, una teleoperadora consume toda su jornada laboral realizando encuestas de satisfacción laboral. Entre otras cuestiones, pide a sus interlocutores que digan su grado de acuerdo, puntuando de uno a cinco, para cada una de estas afirmaciones: “Una persona solo llega a realizarse por medio del trabajo. Me encantaría tener un trabajo remunerado incluso si no necesitara el dinero. El trabajo es solo un medio de ganarse la vida. El trabajo es una maldición”.

Si en la muy recomendable El país del miedo, su anterior texto, Rosa abordaba de forma muy original las mil preocupaciones y traumas que pueden perseguir a sus contemporáneos, en la última todo gira alrededor del trabajo, que se convierte en el verdadero protagonista. Así, los distintos personajes que aparecen no tienen nombre y serán identificados por sus oficios: el albañil, el carnicero, el mecánico, la costurera, la operaria de una cadena de montaje, el mozo de almacén… 

Y para subrayar aún más el peso del entorno laboral en esta obra, los coloca a todos en el centro de una nave abandonada, abierta al público por no se sabe quién (esa mano invisible del título y del capitalismo desde los tiempos de Adam Smith, que les va exigiendo más y más conforme pasan las semanas), para que desde las gradas sean observados mientras realizan sus tareas.

Aunque pueda parecer descabellado que la gente se reúna para ver, por ejemplo, cómo un carnicero descuartiza una vaca muerta, un mecánico desmonta un coche, un albañil construye una pared o una operaria coloca piezas de distintas formas en una caja, lo cierto es que no faltan “los turistas del trabajo”, como alguna vez son calificados, pero tampoco los analistas que vilipendian ese “zoológico” o aquellos otros que lo comparan con un concierto, definiéndolo como “la sinfonía del trabajo humano”. Teatro, circo, arte, experimento, broma, galera con condenados o campaña publicitaria son otros términos a los que se recurre para intentar describir lo que ocurre en esa especie de Gran Hermano que han montado en la nave.

Estamos ante una novela de tesis, con una idea muy clara sobre la alienación que trae consigo el trabajo. Sus páginas están plagadas de diálogos y situaciones que así lo corroboran, como cuando la costurera se arrepiente de nunca haberle dicho a su madre que “está harta de su viejo cuento de la dignidad del trabajo, la decencia del trabajo, la felicidad del trabajo, porque yo no he conocido nada de eso, y no creo que tú lo hayas conocido después de cincuenta años trabajando como una burra…”. Y si, como es previsible, los jefes no salen muy bien parados, tampoco los trabajadores, que se volverán despóticos en el momento que tengan el mando o intentarán que el compañero de al lado asuma alguna de las tareas que en principio les correspondían a ellos.

Aunque, como les ocurre a los protagonistas, el lector puede estar interesado en saber qué y quién hay detrás de ese montaje, el objetivo de este libro no es tanto explicarle lo qué está pasando como abrirle los ojos ante la hipocresía general, ayudarle a reflexionar sobre el mundo laboral y también sobre el ser humano, que desde luego no sale muy bien parado. No estamos ante una novela complaciente, que ayude a pasar el rato. 

Tal y como ocurría en El país del miedo, Rosa remueve muchas cosas en aquellos que se acercan a sus obras, pero quizás en la anterior era más fácil empatizar con Carlos, recordar situaciones en las que nos hemos encontrado tan indefensos como su protagonista; mientras que la sucesión de arquetipos que pueblan esta y una trama demasiado delimitada por el mensaje no la hagan tan recomendable como aquella. De todos modos, aquellos que lleguen hasta el final tendrán mucho material sobre el que reflexionar.



La mano invisible
Isaac Rosa
Editorial Seix Barral
Barcelona, septiembre 2011
380 páginas
19,50 euros

domingo, 2 de octubre de 2011

Houellebecq en los arrabales




No había leído antes ningún libro de Michel Houellebecq, pero la presión (mediática, por una parte, y de algún amigo, por otra) me ha vencido. En cualquier caso, El mapa y el territorio se lee compulsivamente, y se disfruta. No quiero ponerme pedante, pero tengo que soltarlo: Houellebecq anda como pocos por los arrabales emocionales del mundo occidental, por esos escenarios poco transitados por los novelistas con aspiraciones intelectuales, y lo hace sin grandilocuencias y sin forzar la estructura y el tono del relato. 

Una Nochebuena en soledad y sin palabras, una clínica donde se practica la eutanasia en Zurich (“un distinguido moridero”, como se nos dice en alguna parte de la novela), un asesinato tremebundo que revuelve las vísceras de los mismos agentes que lo investigan… Son esos lugares y momentos los que marcan el periplo de los dos personajes que sostienen el libro: el introvertido Jed Martin, estrella sin querer del mundo del arte, y un tal Michel Houellebecq (¿les suena?), personaje huraño y solitario, desterrado por voluntad propia a un pueblo fantasmal de Irlanda y, por qué no, vaca sagrada de las letras francesas y lo mejor del olimpo literario quizá desde Sartre. Entre esos dos seres se establece una amistad efímera, pero provista de una inefable sintonía. Ambos, solitarios de mediana edad, comparten el reconocimiento artístico, pero también el alejamiento de un mundo mentiroso y cínico.

Si en la primera parte del libro Houellebecq centra la atención en el fotógrafo y pintor Jed Martin y aprovecha su peripecia para hablarnos de la impostura que preside el mundo del arte, de los medios de comunicación y de la empresa, o para denunciar que toda Francia se haya convertido en una parada turística de cartón piedra; en la segunda da un giro radical y nos propone una investigación policial en toda regla. En ese momento, Houellebecq centra la atención en el comisario Jasselin, un policía vocacional y felizmente casado, que tiene que afrontar un caso siniestro y aparentemente irresoluble justo al borde de su jubilación. Ahí, el ritmo demorado de la primera parte se hace vibrante.

Aunque la introversión, la frialdad o la melancolía marcan el universo Houellebecq, un deseo de redención preside secretamente todo el libro. El ejemplo más palpable es el del desencantado Jed Martin, que anhelará el amor casi siempre esquivo de la bella Olga durante años.

El estilo al que recurre Houellebecq es descuidado, como muchos le critican. Por otra parte, el autor reconoce deudas con la versión francesa de la Wikipedia (lo que llevó a algunos a decir que había plagio y a su editorial a defenderse en los tribunales). Todo es cierto. Pero tengo la impresión de que Houellebecq, al que sus enemigos han visto en estos años como “reaccionario, cínico, racista y misógino vergonzoso”, plagia y escribe de esta forma para provocar. El mapa y el territorio es una visión a contracorriente y amarga de la vida actual, pero sobre todo respira verdad en cada línea. 
Además, Houellebecq no solo amplía el ángulo de visión de la novela aireando los sentimientos más íntimos e inconfesables de sus personajes, sólidamente construidos, sino que también se ayuda de cualquier elemento externo para reforzar su caracterización: sus hábitos en el supermercado, el coche que conducen, los aparatos tecnológicos que pulsan, el mobiliario doméstico que les rodea o la última prótesis a la que acuden para alegrar su vida sexual… (“Aunque no supiera nada de su vida, a Jed le sorprendió ver llegar a Jasselin al volante de un Mercedes Clase A. El Mercedes Clase A es el automóvil ideal para una pareja sin niños que vive en una zona urbana o periférica y que no ve con malos ojos, sin embargo, concederse de  vez en cuando una escapada a un hotel con encanto…”, dice en la página 312). 
En fin, Houellebecq nos desafía con una visión dura y desengañada de la realidad, pero llena de matices y hallazgos. Hasta un cierto punto, novelar de esta manera pone en entredicho la capacidad de entendimiento que la cultura burguesa tradicional puede tener de un mundo, el contemporáneo, tan complejo y subterráneo.

El mapa y el territorio
Michel Houellebecq
Editorial Anagrama
Barcelona, 2011
379 páginas
21,90 euros

viernes, 23 de septiembre de 2011

Fiel a sí mismo




Leí Últimas Tardes con Teresa con el deslumbramiento propio de los 18 años y desde entonces he disfrutado de los desalentados personajes de nuestro autor y de sus intensos y, tantas veces, inalcanzables sueños, casi siempre enmarcados por las miserias y las esperanzas de la Barcelona de la postguerra. Marsé no ofrece nunca obras menores: en todas ellas, las sorpresas de la narración, la perfecta estructura y el aliento, entre cómico y patético, de los protagonistas, nos dejan un poso perdurable en la memoria.  ¿Cómo olvidar los frustrados sueños del Pijoaparte en Últimas Tardes con Teresa, el trágico destino de Java en Si te dicen que caí o la mala fortuna que hace de Ringo, el protagonista de Caligrafía de los Sueños, un pianista de nueve dedos?

La condición de perdedores que es común a los personajes más recordados de nuestro Premio Cervantes, no obstante, obvia su esencia de soñadores románticos, irrenunciablemente fieles a sí mismos. En un determinado momento de Caligrafía de los Sueños, Ringo observa, a través del  ventanal del bar donde se refugia para leer, escribir  y lamerse las heridas, cómo un niño de corta edad, diligente en su afán por convertirse en un muchacho, lucha por quitar los ruedines de su bici. 

Contumaz, el niño intenta una y otra vez, incluso a pedradas, aflojar las tuercas sin conseguirlo y solicita con insistencia la ayuda de los viandantes, que le acarician suavemente la cabeza sin atender a sus deseos o bien, simplemente, pasan de largo. Ringo contempla, fascinado, los denodados esfuerzos del chavalín por desembarazarse de aquello que le impide su advenimiento al mundo de los auténticos ciclistas. El niño consigue, finalmente, eliminar los ruedines, sólo para enzarzarse en una nueva lucha sin cuartel, esta vez contra su propio sentido del equilibrio. 

Así, intenta una y otra vez deslizarse calle abajo sin ayuda, a costa de darse trompadas sin cuento. Magullado, zaherido por las chanzas de los adultos que pasan por su lado, pero no por ello desalentado, el chaval logra, al enésimo intento, su ansiado sueño de aprender a montar en bici, tras romperse la crisma repetidas veces contra el asfalto. El niño regresa a casa haciendo cabriolas con su bici no sin antes dedicar una mirada triunfante a Ringo. Su triunfo, no obstante, es contingente: el relato podría continuar con nuevas citas diarias de nuestro chaval y los afilados bordes de las aceras sin que se alterara en los más mínimo nuestra admiración por su tenaz empeño en conseguir lo que desea, ni nuestro placer en la lectura de páginas tan bien escritas.

Los deseos de los protagonistas de Caligrafía de los Sueños, y los del resto de las novelas de Juan Marsé, están hechos de la propia pasta informe de la que surgen nuestros más profundos, oscuros y esquivos sueños de amor, grandeza o éxito. Lo que nos diferencia de los personajes de Marsé es que ellos, pese a estrellarse una y otra vez contra el duro asfalto o contra los desdenes de sus amores imposibles, nunca dejan de ser, irrenunciablemente, fieles a sí mismos, inasequibles al rigor de su cruel destino incluso, en último extremo, aunque no consigan nunca  sus más bellos sueños. 

Esa es una de las razones por las que Marsé nos llega tan hondo: porque nos enseña que, por muy adversos que sean los vientos, nunca debemos declinar en nuestras más íntimos afanes, ni renunciar a nuestra propia esencia, fracasemos (lo más común en sus novelas y en la vida) o no. Vicky, la cuarentona crepuscular entrada en carnes, no ceja en su empeño de ser amada por  un viejo resultón, pese a los desdenes de éste. Ringo, trasunto del joven que una vez fue Marsé, pese a haber perdido uno de los dedos de su mano izquierda en un desdichado accidente laboral sigue practicando, indesmayablemente, sus escalas de pianista sobre la tabla de una mesa. “Matarratas”, padre de Ringo, persiste en sus afanes de contrabandista y resistente rojo pese a constatar que está “en el culo del mundo”. 

Todos ellos permanecen en nuestra memoria, tras leer Caligrafía de los sueños, mucho más por su calidad de soñadores impenitentes que por su desoladora fortuna. El resto, la perfecta madurez literaria de uno de los escritores más destacados en lengua castellana, es, como siempre, puro placer para el lector.


Caligrafía de los sueños
Juan Marsé
Editorial Lumen
436 páginas
22,90 euros


domingo, 18 de septiembre de 2011

Paradojas del consumo



El consumo es casi tan vital como el aire que respiramos y, sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar en sus manifestaciones y en cómo nos afecta individual y socialmente. Resulta sospechoso que un tema tan central no llegue a entrar en la agenda de los medios de comunicación o de los partidos políticos, tan dados, por otro lado, a encumbrar las cuestiones más intrascendentes con tal de atraer a la audiencia o de satisfacer las aspiraciones de su clientela. Es paradójico, por ejemplo, que la iglesia no tenga el consumo entre ceja y ceja, toda vez que hoy, como propuesta de sentido, ha ganado por goleada a cualquier cosmovisión tradicional. 

Porque cabe hacerse una pregunta: ¿No es el individualismo hedonista que fomenta la sociedad de consumo, y no una política a favor de los derechos de gays y lesbianas, la verdadera bestia negra de la familia? La felicidad paradójica, ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo (Anagrama), de Gilles Lipovetsky, una de las estrellas de la sociología francesa, es una excelente oportunidad para profundizar en la cuestión. Hay que advertir que el trabajo de Lipovestky no satisfará a los catastrofistas que consideran el consumo la fuente de todos los males. Olvídense de una crítica visceral al consumismo (de hecho el autor se cuida de no utilizar este término).

Lipovestky empieza su largo volumen asegurando que el homo consumericus ha entrado en su tercera etapa. Ya no es, como en los años sesenta o setenta, la obsesión por el standing o la distinción lo que nos mueve a adquirir bienes. El consumo como ostentación, como vía para situarnos en la jerarquía social, ha pasado a mejor vida. La democratización de los bienes en las sociedades desarrolladas (hoy casi todo el mundo tiene televisión y una casa llena de electrodomésticos) han convertido el acto de consumir en algo más imprevisible. No es tanto un reflejo de lo que los demás esperan de uno, sino una proyección de nuestras inquietudes y decisiones más personales. 

El hiperconsumidor new age se ha vuelto sobre sí mismo. Aunque se pueda discutir a Lipovetsky la intensidad del proceso, las motivaciones privadas reinan sobre el objetivo de la distinción. “El consumo se organiza cada día un poco más en función de objetivos, gustos y criterios individuales” (pág. 36). Al hiperconsumidor le importa menos lo que  piensen lo demás y está más pendiente su propio bienestar físico y espiritual.

Lipovestky ve bien el cambio de tercio, pero detecta algunas de las paradojas. Y es que estamos en una sociedad que, por un lado, fomenta el hedonismo, el narcisismo y los estados de euforia y, por otro, no puede evitar la sensación de vértigo ante un tiempo que se nos escapa, la ansiedad, la decepción o el fracaso en las relaciones personales. El autor no ahorra en ejemplos que nos ilustran este sinsentido. Dos bastarán. Lo moderno conlleva una preocupación creciente por la salud, lo que está dando lugar a una sociedad hipermedicalizada. Aparte de dejarnos la vida en la cinta del gimnasio, cada vez vemos más al médico y tomamos más cócteles multivitamínicos. Nos hemos transformado, según Lipovetsky, en hipocondriacos con buena salud. 

También están en franca expansión los alimentos sanos: bio, probióticos, light… Lo que Lipovetsky llama “epicureismo gargantuesco” definitivamente ha pasado de moda. Más que llenar la tripa, como en el pasado, la cocina debe proporcionar hoy un plus de salud, pero también de experiencia y placer. Debe emocionarnos y trasladarnos (Ratatouille y Ferrá Adriá son hijos de la misma posmodernidad). Lo peor es que todo esto ocurre a la vez que prolifera la glotonería producida por la ansiedad, el estrés o la soledad.  

El autor de La era del vacío no duda, pues, de los efectos desestructuradores y deprimentes de la sociedad de consumo, sin embargo, no se regodea en el fango del nihilismo. Por el contrario, ve indicios de que se cocina algo distinto, de que muchos buscan sentido más allá de las ilusiones que da el consumo. Y es que a la par que estamos en un momento de individualización extrema, donde se imponen el egoismo, la ambición o la delincuencia económica y financiera, también se da, como compensación, una eclosión de principios morales “disidentes” que nos llevan a enaltecer el trabajo bien hecho y la creación personal, que nos hacen más solidarios con las víctimas de catástrofes y que prefiramos el “comercio justo” a la voracidad de las grandes superficies. Por no hablar de la búsqueda de nuevos horizontes espirituales en los movimientos religiosos de nuevo cuño. 

Lipovetsky cree que la superación de la sociedad de hiperconsumo llegará por la vía lenta de la educación (no dice si en la escuela, en la familia o en la sociedad civil). De esta manera pone terreno de por medio con los apocalípticos. “La crítica no debe fijarse tanto en la espiral de las necesidades comerciales como en las instituciones de base, encargadas idealmente de montar a los individuos, de formarlos y pertrecharlos con los útiles necesarios para pensar, obrar y perfeccionarse” (pág. 351). Lipovetsky está convencido de que existen reservas espirituales para dar a luz lo que el llama el “poshiperconsumo” y acabar con las paradojas a las que da lugar. “Llegará el día en que la búsqueda de la felicidad en el consumo no tendrá el mismo poder de atracción, la misma positividad: la búsqueda de la autorrealización acabará por desviarse del camino sin fin de los placeres del consumo” (pág. 353).



La felicidad paradójica, ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo
Gilles Lipovetsky
399 páginas
Editorial Anagrama
Barcelona, octubre 2007
Precio: 20 euros


domingo, 11 de septiembre de 2011

La tercera vía china



Muy oportunamente la editorial Siruela ha vuelto a editar este librito del poeta leonés Antonio Colinas, que es en realidad un cuaderno elaborado con las notas tomadas durante el viaje que en 2002 le llevó por varias universidades de Xi´an, Pekín y Shanghai. El pasado, el presente y el futuro de China. Y digo que la aparición de La simiente enterrada es oportuna porque propone una aproximación en clave cultural y espiritual a un país que, ahora más que nunca, está en boca de todos, pero que en realidad sigue siendo un perfecto desconocido para la mayoría. 


Y es que aunque se habla mucho del gigantismo económico que está adquiriendo, de su  prominente perfil geopolítico o de lo pernicioso que resulta su desarrollo para el equilibrio medioambiental del planeta, poco o nada se nos dice de la China más íntima, de esa corriente interior que es un punto de confluencia del taoísmo con el budismo y que (bien visto por Colinas) tantas cosas en común tiene con el misticismo cristiano.    


Aunque está esbozado al final del libro, el punto de partida elegido por el autor de Tratado de armonía es claro: en pleno proceso de transición de un maoísmo obsesionado por la organización del estado y por el culto a la ideología a un capitalismo depredador, ¿será la China de nuestros días capaz de desenterrar su sepultada y rica tradición taoísta? ¿Podrán encontrar los chinos una tercera vía “entre las lacras del pasado y la euforia desarrollista y consumista del presente”? ¿Hay un lugar para la espiritualidad y la poesía en un mundo que está transitando a toda prisa desde el materialismo extremo del comunismo al materialismo no menos radical del mercado? 


Colinas cree que aún es posible que las tornas cambien y confía en que la espiritualidad del continente asiático emerja y contagie a un mundo donde “hemos renunciado al rito, al símbolo, al respecto al cuerpo y al medio natural, al sentido sagrado de ambos, al misterio”. Para encontrar esos vestigios de una espiritualidad milenaria, Colinas emprende un viaje “sin informaciones previas ni guías de ningún tipo”, y, cuaderno de notas en mano, encuentra esas huellas en la pintura china tradicional, donde tan primorosamente queda reflejada la naturaleza en armonía; en los jardines, microcosmos que explican la totalidad; en la música de instrumentos ancestrales; en los templos dedicados a la meditación y el recogimiento; o en la existencia de movimientos tan denostados por las autoridades chinas como Falun Gong, una práctica con la que cultivan mente y cuerpo millones de ciudadanos de aquel país y que tiene como base un símbolo como el del Yin y Yang, capital en el taoísmo.  


Pero el viaje que propone Colinas no es solo geográfico, sino también interior. El Colinas de La simiente enterrada habla en una muy íntima primera persona, muchas veces en susurros. Con una escritura muy directa, nos lleva de paseo por la intrincada geografía de las grandes urbes chinas, da cuenta de encuentros con intelectuales y estudiantes e incluso evoca una experiencia religiosa propiciada por la compra de un viejo Buda en un mercadillo. Si el dialogo con profesores y estudiantes es interesante, no menos estimulante es el que provoca Colinas entre los textos fundacionales del pensamiento oriental, con el I Ching o Libro de las Mutaciones, una de las piedras angulares del confucianismo y muy admirado por el Hermann Hesse de El juego de los abalorios, a la cabeza, con la filosofía griega o el pensamiento de C. G. Jung.


En fin, el autor de Sepulcro en Tarquinia o Libro de la mansedumbre se va al otro extremo del mundo para hablarnos de cuestiones que le son muy cercanas y que, en muchos casos, están en el centro de sus preocupaciones morales y estéticas desde hace décadas. Ahí están otra vez lo religioso y lo trascendente como forma plena de existencia, la búsqueda de la armonía, la contemplación y el silencio como actitudes vitales legítimas, el enaltecimiento de la naturaleza y lo sensible frente a las propuestas más culturalistas y urbanas de otros compañeros de generación poética… Y todo ello sugerido con un lenguaje muy directo, desnudo, aunque no menos preciso y meditado. En fin, un libro muy recomendable para los seguidores del poeta, pero también para aquellos que pensamos que ahí arriba hay algo más.     


La simiente enterrada. Un viaje a China
Antonio Colinas
Editorial Siruela, 2008 (2ª edición)
Páginas: 234
Precio: 20 euros 

lunes, 5 de septiembre de 2011

La trastienda de un periodista




El Juan Cruz (1948) que todos conocemos es el periodista impenitente que descubrió su vocación cuando todavía andaba con pantalón corto y que, desde ese momento, no ha dejado de preguntar, multiplicándose hasta el infinito (“Siento que me esperan en otra parte, es una obsesión y un abismo”, reconoce), apurando las horas del día y de la noche para estar en todos los frentes: la redacción del periódico, la radio, la televisión, su blog en Internet, la presentación de un libro, la charla con los amigos o su propia literatura.

Sin embargo, la docena de libros que este tinerfeño de El Puerto de la Cruz ha escrito desde que sorprendió a todos con la rompedora Crónica de la nada hecha pedazos, allá por 1972, han mostrado siempre el reverso del periodista que está hasta en la sopa. 

Y es que su literatura, de espacios cortos y un punto claustrofóbica, reincidente, obsesiva, se ha movido desde el principio en un territorio íntimo, alejado del ajetreo de la actualidad que tanto sufre (y disfruta) el personaje público. Su escritura, un ejercicio permanente de autoconocimiento (“cuando escribo voy sabiendo, las palabras me van dictando quién fui”), ha sido durante casi 40 años el contrapunto a una vida de trabajo febril y recorrida a salto de mata donde siempre era su interlocutor, el político, el novelista, el poeta o el músico, el protagonista. Gracias a ella, Cruz ha querido recuperar su memoria, encontrar su voz más íntima y la de las personas que más le marcaron: su padre (Ojalá octubre) y su madre (La foto de los suecos).  

Este Muchas veces me pediste que te contara esos años es un libro amargo, rabioso, y el autor se asoma con demasiada frecuencia en sus páginas al abismo, en un ejercicio de memoria que duele. A pesar de ser un hombre entregado a una profesión que adora y que ha sido capaz de llenar su vida de reconocimiento profesional, de amigos y de libros, el periodista no puede ocultar la angustia de pensar en lo que no ha podido hacer. “Me gustaría vivir más tiempo, tener un momento infinito en el que pudiera recoger mi historia y contarla para que ocurriera de otro modo si alguna vez se repite, pero no se va a repetir, yo me iré y quién sabe qué harán los pájaros…”, llega a decir. 

Juan Cruz reconoce, en un largo ejercicio de impudicia, algunos de sus miedos: al tiempo que pasa y que no volverá, al vigor físico para siempre perdido... 
Pero tribulaciones y obsesiones conviven en Muchas veces me pediste… con la celebración de la vida. Y es que, aunque Cruz busca el silencio, le vence siempre la tentación de la palabra, del encuentro con los demás, del bullicio de esa playa del Médano donde tantos ratos pasa. Por eso el libro es también es un rendido homenaje al periodismo de Tenerife con nombres propios de El Día y La tarde en los comienzos de los años setenta, un periodismo precario, pero entusiasta y entregado, que, probablemente, pasó a mejor vida hace muchos años. Quizá con Cruz y su generación se vaya una forma de entender y ejercer esta profesión. 

En Muchas veces me pediste… también hay un recuerdo cariñoso para figuras que, de uno u otro modo, perfilaron al joven periodista, desde aquel gentleman sabio que fue Domingo Pérez Minik, al malogrado poeta Felix Casanova Ayala, pasando por el misterioso y admirado Guillermo Cabrera Infante, que a mitad de los setenta sobrevivía en Londres a su mal de nostalgia caribeña.

En definitiva, es un libro menos logrado que Ojalá octubre, donde hacía un ejercicio brillante de contención estilística y emocional, pero si el lector logra superar las primeras páginas de este Muchas veces me pediste…, algo tentativas y farragosas, el disfrute está asegurado.   



Muchas veces me pediste que te contara esos años
Juan Cruz Ruiz
Editorial Alfaguara
236 páginas
17,50 euros

lunes, 29 de agosto de 2011

El espíritu de América




Tengo amigos que se consideran cultos y que, sorprendentemente, exhiben un antiamericanismo cocinado a base de lugares comunes y prejuicios ideológicos. Bien por pereza mental o bien por la inspiración de cierto pensamiento de una izquierda  paleolítica que fomenta esta visión superficial, estos amigos y conocidos míos siempre han encontrado en América el chivo expiatorio a todos los problemas de la Humanidad.


Según ellos, América es la representación más clara de la decadencia del hombre occidental. América se convierte, en la mente de mis amigos y de muchos españoles que piensan como ellos, en sinónimo de hamburguesas y obesidad, de armas y violencia callejera, de avaricia y consumo desenfrenado, de la cursilería de Hollywood y de un imperialismo que pone en jaque al mundo y que siempre se mueve siguiendo las consignas del temible lobby judío, de las multinacionales o de la industria del armamento.  


César García, que lleva unos años enseñando en una universidad de la costa oeste y que habla de un terreno que conoce bien, ha escrito un librito donde intenta ir más allá para darnos una visión diferente y más enriquecedora de los Estados Unidos. American psique nos habla de los valores (desconocidos o solo intuidos por los españoles) en los que se asienta la moral y la sociedad de aquel país, y que lo han convertido, por más que les pese a algunos, en un ejemplo de convivencia y desarrollo social y personal.


César García captura la atmósfera (de origen religioso y de fuerte componente moral) que los americanos respiran, ese clima, invisible para mucha gente e incluso para los propios americanos, que facilita la confianza en el prójimo, la amabilidad y el buen trato en las relaciones, el asociacionismo, el respeto a la ley, a las reglas del juego y a las opiniones de los demás, y un civismo que se manifiesta en un cuidado exquisito de lo compartido. Ese clima, en fin, difícil de percibir por lo omnipresente que está, que engrasa las relaciones sociales y mantiene el extraordinario dinamismo de los americanos y su incombustible optimismo antropológico. Y lo hace mientras nos habla del universo micro de la universidad en que trabaja, de los ambientes de trabajo en que se desenvuelven sus conocidos o de las actividades que se organizan en su vecindario.    


César García está convencido de que esos valores que conforman la psique americana, el alma de América, pueden ser una guía para una sociedad desnortada como la española. “La crisis económica no se resolverá con una serie de políticas macroeconómicas, sino con una serie de cambios sociales, lentos y difíciles, aunque no imposibles, que requieren un cuestionamiento de nuestra psique personal y colectiva”. El diagnóstico del autor es demoledor. España, en su opinión, es un país sanguíneo, cainita, envidioso, incívico, pesimista por naturaleza, poco comprometido con la ley y con la palabra dada, que desincentiva la iniciativa y el riesgo, esclerotizado por la burocracia y su falta de transparencia…


César García ha escrito un libro de cierto aliento religioso. Esa psique americana que ensalza  se asienta en la profunda vivencia religiosa de las comunidades protestantes, una forma de vida que en España muchas veces se parodia, pero que explica cómo el pueblo estadounidense ha sido capaz de crear sociedad civil más allá del Estado y ha podido sortear el descreimiento, el relativismo y el cinismo que preside la vida pública y privada en España y en Europa.


Hay que reconocerle a César García valentía porque, cuando habla de España, evita cualquier complacencia y hace una crítica muy directa, sin miramientos y sin el tamiz de la corrección política. Ciertamente, estamos necesitados de modelos. Sin embargo, recurre a una visión de América que soslaya muchos de los problemas que tiene sin resolver y que, por ejemplo, desoye todas las advertencias sobre la desintegración moral y social lanzadas por un teórico tan poco sospechoso como Daniel Bell hace nada menos que 40 años. 


El autor lo sabe y lo reconoce en el capítulo final del libro. Y es que ante todo García quiere provocar el debate y la reacción, aunque para ello tenga que dar una visión maniquea donde el supuesto “buenismo” americano siempre o casi siempre sale bien parado frente a la decadente sociedad española.

En American psique se nos dice que “los norteamericanos son probablemente el pueblo más generoso que existe en todo Occidente”, o que “donde el americano ve oportunidades, el español encuentra obstáculos, riesgos”, o que “el americano es, sin duda, el consumidor más desprejuiciado del mundo”, o que “Estados Unidos es el país más seductor” del planeta. Por el contrario, se asegura que, “en comparación con los americanos, los españoles somos una cultura gregaria, colectivista”; que “España es reino de la desconfianza y el cinismo”; y que “la sociedad española sería mucho más abierta y justa si se pareciera más a la norteamericana”.


Es una visión de blancos y negros insostenible si se la confronta con la siempre matizada realidad. Si uno ve la serie The Wire, estupenda y verosímil ficción que centra su atención en la América olvidada y excluida de los grandes suburbios, o lee parte de la última literatura que nos llega de aquel país, pensaría que César García está en la luna. Sin embargo, en las últimas líneas de su trabajo descubre el artificio: “Quizás nos hallemos en un punto de inflexión en la historia del excepcionalismo americano, es posible que los americanos ya no sean tan diferentes a nosotros como en el pasado y aún lo vayan a ser menos en el futuro. Por eso creo que hay que reivindicar la psique americana. Una y mil veces”.


Se pueden poner muchas objeciones a esta visión idílica y primigenia de los Estados Unidos, pero, en cualquier caso, el empeño es loable, toda vez que en juego está el futuro de España como sociedad. El trabajo de César García es todo un correctivo moral con cierto aire noventayochista, aunque esta vez el amigo americano está de nuestro lado.

   

American psique
César García
Madrid 2011
198 páginas
16 euros

martes, 16 de agosto de 2011

Periodistas en la encrucijada





Tengo amigos que trabajan 12 horas diarias en un periódico, pero que siguen siendo mileuristas con problemas para pagar la hipoteca, las facturas o la gasolina. Sé de bloggers que no cobran más de 50 céntimos por cada post (o información) que suben a la Red, lo que supone que el día debería tener 48 horas para poder vivir de lo que hacen. También conozco y he tratado con becarios que se eternizan en una redacción por 300 euros al mes, pero, eso sí, a cambio sacan tanto o más trabajo que un periodista en plantilla. El resultado de todo: profesionales acobardados, exprimidos, desmoralizados y, en algunos casos, alcoholizados, y redacciones con mal ambiente y donde reinan la estupefacción y el desánimo.

La conjunción de la crisis económica y el cambio de modelo impuesto por Internet, donde Google acapara gran parte de la inversión publicitaria y donde las  adhesiones en favor de los diarios tradicionales pierden vigor, dejan un panorama desolador en el mundo de los medios. En la máquina del café o en las ruedas de prensa, los periodistas, que sentimos como el suelo se resquebraja a nuestros pies, nos pasamos la mitad del tiempo intentando desentrañar el tiempo que vivimos y ver hacia dónde va la profesión y si vamos a seguir ganándonos la vida con ella.

Comparto el diagnóstico que lanza Ignacio Ramonet en las páginas iniciales de su último librito La explosión del periodismo, de los medios de masas a las masas de medios: “El periodismo tradicional literalmente se está desintegrando. Nunca ha conocido una edad de oro, ya ha atravesado otras crisis graves y sin duda sobrevivirá. Pero, por el momento, digamos que se encuentra en la misma situación que Gulliver a su llegada a la isla de los liliputienses, amarrado por miles de minúsculos cordeles”.

Ramonet hace recuento de víctimas. Cientos de periódicos cerrados, sobre todo en Estados Unidos, reducciones de plantilla generalizadas y, como consecuencia, un empobrecimiento del trabajo en las redacciones, donde cada vez hay que hacer más con menos y donde la inmediatez que impone Internet hace imposible en muchos casos un periodismo digno.

Por el momento no hay solución a la vista. La publicidad en Internet no da para comer a los profesionales de siempre y es el viejo papel el que soporta casi toda la estructura. Algunos (Murdoch ha sido pionero con The Daily o The Times) están intentado que sus lectores superen el “muro del pago”, pero por el momento los resultados son desalentadores. Quizá las tabletas, como el iPad, y los quioscos digitales, que ahora proliferan en España (Orbyt y Kiosco y Más), cambien las cosas, pero es pronto para decirlo. 

Esos minúsculos cordeles que atenazan al periodismo de siempre de los que habla Ramonet son el ejército de blogueros y aficionados que, con Internet, tienen la oportunidad de emular a los profesionales e introducir el concepto del low-cost en el planeta informativo.

En la parte más interesante del libro, Ramonet echa un vistazo a los últimos experimentos del laboratorio americano: al periodismo sin ánimo de lucro de Voice of San Diego y Texas Tribune; al periodismo que emerge de un ejército de bloggers, como el que hacen The Huffington Post y Politico.com; o a las granjas de contenidos, como Upshot (de Yahoo), o Seed.com, de The Huffington Post, donde no son los periodistas, sino las estadísticas de búsqueda de los internautas, los que determinan la agenda informativa. La traslación al resto del mundo de estos modelos es imprevisible, pero conviene estar atentos.

  
Ramonet no se resiste a responder a la pregunta del millón: ¿va a desaparecer el papel? Él no lo cree, y para justificarlo echa la vista atrás. “Internet no sustituirá a la prensa escrita, igual que la televisión no hay sustituido a la radio o al cine, y éste al teatro o la ópera”. La historia de los medios, dice, es acumulativa y todos caben. Además, para los que anden desnortados, también ofrece un libro de ruta. Aunque la anarquía y el caos informativo durarán y el camino será largo, su receta es bien sencilla. A los medios les dice que se centren y profundicen en lo que saben hacer mejor y en la información que mejor dominan. A los periodistas nos aconseja aprender a elaborar y lanzar la información por muchas vías y en diferentes formatos (redes sociales, Twitter, Youtube…).

Ramonet ha escrito un libro sugerente para los que nos dedicamos a esto, aunque su exposición es algo atropellada y, en su afán por tocar todos los desarreglos del mundo informativo (también habla del maridaje de los media con el poder, las repercusiones de Wikileaks o Anonymous, o las “intoxicaciones” en torno a la guerra de Irak), adolece de profundidad. Además, convendría al editor pulir la traducción y revisar algunos datos (como las cifras de PIB mundial de la página 60) y algunos links que no llevan a ningún sitio.  



Carta a un joven periodista

Iñaki Gabilondo también analiza las turbulencias de la profesión en El fin de una época. El que habla es un Gabilondo íntimo, casi profesoral, y no el periodista estrella. Es un Gabilondo que asegura entender los problemas de los becarios o el servilismo y la obediencia de muchos profesionales obligados por una boca que alimentar. El libro, contenido, preciso y de escritura impecable, tiene la fuerza de un editorial y plantea una deontología con la que es difícil no estar de acuerdo.

A Gabilondo, al contrario que Ramonet, no le interesan tanto las cifras, la influencia de los conglomerados mediáticos, los posibles modelos de negocio de éxito o el “cacharrito” que se va a imponer en el acceso a la información. Su librito, en cambio, es más esencialista y tiene un marcado tono didáctico y moral. Es la carta que dirige al joven periodista el profesional curtido en mil batallas. “Se elige esta profesión porque te importa el otro, tu semejante, y porque quieres hacer algo que sirva a la sociedad. Si no son esas las razones, entonces es un oficio mal elegido”.

Gabilondo le pide al profesional de la información compasión para ponerse en el pellejo de los demás y humildad para cederle siempre el protagonismo, y echa de menos el aliento “aventurero, comprometido, casi misionero” del que hablaba Kapuscinski. Y vuelve a insistir: “Ningún periodista puede serlo si no está animado por una especie de fuego que le conecte con el hombre, con el otro, que le importe la condición ajena, la vida de los demás”.

Gabilondo detecta una paradoja sangrante. La profesión vive en un tiempo de estupor. Precisamente cuando el mundo es más complejo que nunca y está más lleno de matices, al periodismo, urgido por las prisas de Internet y por el titular impactante que asegure una mínima repercusión, se le complica mucho la tarea de relatar y dar cierta coherencia a esta complejidad.

En cualquier caso, la historia tendrá final feliz: Gabilondo es optimista y está convencido de que el buen periodismo regresará una vez que dé con el modelo de negocio adecuado. Mientras tanto, ve inevitable que las páginas de los grandes medios pasen a ser de pago. “Los empresarios descubrirán que en la necesidad social que entraña el periodismo subyace un negocio importante”. En fin, un libro para (re)encontrar las esencias de una profesión en la encrucijada. 



La explosión del periodismo
Ignacio Ramonet
Clave intelectual
Madrid 2011
151 páginas
15 euros 

El fin de una época
Iñaki Gabilondo
Editorial Barril y Barral
Barcelona, 2011
174 páginas
20 euros

martes, 2 de agosto de 2011

El eterno aprendiz



Sorprende el bullicio, más propio de un aeropuerto en hora punta que de un museo, que inunda, en un mediodía de finales de julio, las salas que acogen las obras Antonio López en el Thyssen-Bornemisza de Madrid. Sin embargo, a pesar de las aglomeraciones, uno tarda muy poco en quedar cautivado por la mirada demorada y limpia, pero también inacabada del artista. Y es que la gracia de esta retrospectiva, todo un hito si se tiene en cuenta que la última vez que se vieron en España tantas obras juntas del pintor fue en 1993, es que nos da la oportunidad de entrar en el taller del esquivo y monacal Antonio López. 

No estamos ante la obra acabada y cerrada de un artista que ya lo ha dicho todo. Estamos, por el contrario, ante eso tan posmoderno y cibernético del work-in-progress. Uno se encuentra ante cuadros sin terminar, surcados de marcas y líneas de horizonte trazadas a lápiz que siguen al descubierto, esperando a que el pintor se decida algún día a volver sobre ellas y rematar lo que comenzó tantos años antes. En el Thyssen, uno tiene la impresión de zambullirse en ese espacio íntimo de trabajo y se imagina a López fijando los pies en el suelo, frente al caballete, y alzando la mirada ante el horizonte, tranzando las líneas imaginarias con las que parcelar la vista. 

Esa misma sensación de que nos inmiscuimos por un momento en el lugar de trabajo del artista y casi tocamos las herramientas con las que compone su obra la he tenido recientemente con la lectura de Verano, de Coetzee, o de El primer hombre, de Camus, aunque en el primer caso, el efecto es buscado, y, en el segundo, fue producto de las circunstancias.

Siempre pensé que en El sol del membrillo, la película en la que Víctor Erice inmortalizó el trabajo concienzudo, casi obsesivo, de Antonio López, la posibilidad de que el cuadro quedara inacabado por el empeño frustrado de reflejar la luz de otoño sobre la fruta madura era una exigencia del guión, una demanda de la intriga cinematográfica. Sin embargo, contemplando los cuadros del pintor en las salas abarrotadas del Thyssen, uno se da cuenta de que esa exigencia venía del propio pintor, incapaz de asegurar nunca que llevará a término su idea inicial. En los últimos 30 años, este hombre ha empezado cientos de obras que hoy yacen en su estudio, porque empezar, como él dice, no cuesta, es después cuando vienen los problemas, al “entrar en un laberinto complicadísimo”.

Su pintura es eternamente tentativa. Sus lienzos (por lo menos los de las tres últimas décadas) son siempre un ensayo de una obra que no acaba de llegar, que siempre está en producción. La vista de Vallecas desde la torre de bomberos, un enorme lienzo que el pintor fue ampliando sobre la marcha y que tardó 16 años en culminar, viene precedido de toda una serie de ensayos, de la línea del horizonte, del cielo, del enjambre de edificios que se acumulan en la parte central… Uno se pregunta qué le pasa a Antonio López por la cabeza cuando está ante esa fabulosa vista, vertebrada por cientos o miles de puntos de referencia y cargada de infinitos detalles que quizá nunca serán llevados al lienzo en su integridad. 
   
López es un artista de la luz. Busca con ahínco esos rayos mañaneros de primeros de julio sobre las fachadas de la Gran Vía madrileña, los del sol de otoño sobre el membrillo cinematográfico, o la canícula agosteña en su vista del sur de Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas. Precisamente, esa luz esquiva de las mañanas de verano o de la puesta de sol sobre la muralla de edificios de la Plaza de España o sobre la Avenida de América desde Torres Blancas es la que hace que la obra de Antonio López sea una aventura de siempre dudoso resultado.

Aunque a primera vista se puede decir que es el pintor de Madrid, su pintura va más allá del costumbrismo; su tema es la modernidad urbana vista con una cierta melancolía. Esos paisajes abigarrados, pero sordos y desiertos, de una ciudad que se extiende más allá del cuadro recuerdan a Hooper. Los habitantes expulsados de esa ciudad bañada por el sol de la mañana o del mediodía somos nosotros, que tantas veces hemos transitado sus calles. Uno no puede dejar de buscarse en esa ciudad achantada por la perspectiva. Como también se busca al contemplar esa nevera que, en sus cajones, guarda la margarina de la infancia.

La exposición, que reúne 130 cuadros cuadros, también muestra al Antonio López previo a esa etapa de paisajes urbanos que inauguró la vista de los acantilados de La Gran Vía de Madrid y que le ha convertido en un artista cotizadísimo. Al contrario de lo que sucede en su madurez, donde casi todo queda inacabado, a la espera de un añadido revelador o del abandono definitivo, los cuadros del López veinteañero sí tienen principio y fin. La mirada austera de sus últimas obras desaparece y sus lienzos, más intencionados y deudores de un cierto costumbrismo, se llenan de color. Son los años en que retrata a sus padres y a los amigos inspirándose en la perspectiva de las fotografías de estudio, esas donde las miradas adoptaban la gravedad y la elegancia que solo dan los acontecimientos extraordinarios. 

También acoge la exposición del Thyssen los coqueteos del pintor con el realismo, un realismo áspero con el que, ya en la década de los 60, empieza a encontrar su lenguaje. Es una época de despojamiento en todos los sentidos. Pinta a lápiz y sobre papel y vuelve su vista a los paisajes más íntimos. Sin embargo, en esas habitaciones destartaladas que rescata su vista ya se hace palpable la obsesión por la luz que le iba a marcar después.  


La retrospectiva de Antonio López estará en el Museo Thyssen-Bornemisza hasta el 25 de septiembre.