miércoles, 27 de junio de 2012

Cuatro peces, de Paul Greenberg





Los peces son los últimos alimentos que, a gran escala, la Humanidad extrae directamente del medio natural. Tal circunstancia no va durar mucho tiempo como se comprueba en el proceso que se viene observando en nuestras pescaderías en los últimos años. Ahora mismo, la mitad del pescado proviene de la acuicultura mientras que los ejemplares de las especies tradicionales, obtenidos mediante la denominada pesca extractiva, van menguando inquietante y progresivamente de tamaño, a la par que son sustituidos por peces hasta hace poco desconocidos (como el panga, la perca, el halibut o el abadejo, entre otros muchos).

Paul Greenberg, colaborador asiduo del New York Times desde 2005, es aficionado a la pesca desde niño y recorrió medio mundo durante la preparación de Cuatro peces para comprender de primera mano el sistema mundial que recolecta a los peces, los transforma en productos comerciales y los lleva hasta nuestros supermercados. El libro, publicado por primera vez en 2010 y muy exitoso en Estados Unidos, explora la evolución de la relación entre el hombre y los recursos acuícolas y su futuro, a través de la historia de las cuatro especies de peces que han dominado el mercado mundial en los últimos años: el rey salmón, el plebeyo bacalao, el pescado de los días de fiesta, es decir, la lubina, y el salvaje atún (los epítetos son de Greenberg). 

El objetivo último del libro es reflexionar sobre un hipotético equilibrio realista entre las necesidades globales, ecológicas, de nuestro planeta y las humanas y establecer las bases para una “paz justa duradera entre el ser humano y los peces”. Con gran claridad de exposición y basándose en datos científicos muy bien digeridos, Greenberg logra un sorprendente e interesante relato sobre la complejidad de las interacciones entre los pescadores, los intereses comerciales, la biotecnología, los consumidores, las regulaciones internacionales y las presiones de los colectivos de todo signo, salpicado de anécdotas reales del mundo de la pesca.

Como nos explica el autor, una vez que las reservas mundiales de una especie concreta de pez de buena comercialización se han sobreexplotado, lo que acaece repetidamente desde hace muchos años (un buen ejemplo es el declive del atún rojo atlántico), la presión del mercado conduce, por un lado, a la domesticación de la malograda especie para su producción en piscifactorías (algo muy difícil de lograr en algunos casos como el del propio atún) y, por otro, a la búsqueda de especies alternativas de similares características organolépticas y población abundante, lo que inicia una nueva expansión de la pesca comercial masiva que acaba, de nuevo, en el colapso de los caladeros.



La sucesión de ciclos de destrucción/domesticación, asociada al voraz apetito de pescado de los consumidores en todo el mundo, genera problemas ambientales de gran impacto como la reducción del potencial productivo de los mares y su eficiencia ecológica o el aumento de la contaminación orgánica y genética, que derivan tanto de la destrucción directa del medio oceánico por los excesos de la pesca comercial como de las dificultades que implica la gestión de la población piscícola “estabulada”, que precisa de una copiosa alimentación (extraída frecuentemente del propio océano) y genera grandes cantidades de residuos en las costas.

Greenberg no es ni tendencioso ni catastrofista, y por eso propone cuatro objetivos muy claros para solucionar el problema del aprovechamiento sostenible de los cada vez más escasos recursos marinos y fluviales: una reducción drástica de la pesca extractiva (si ya no dependemos de la caza de especies silvestres ¿por qué deberíamos hacerlo de la pesca?), la creación de grandes reservas marinas, la preservación de aquellas especies que no se puedan gestionar mediante un equilibrio cuidadoso entre la explotación natural y la domesticación y, finalmente, la protección de la parte baja de la cadena alimentaria, es decir, el empleo muy controlado en la acuicultura de los pequeños peces que se utilizan de forraje, como las anchoas, la sardina y el arenque, y cuya sobrepesca debe evitarse por todos los medios porque constituyen la base esencial de las pirámides tróficas de los océanos.

No parecen objetivos necesariamente inalcanzables si bien topan con formidables obstáculos, entre los que la falta de un sistema de gobernanza mundial de la pesca (¡otro ejemplo más!) no es el menor. Por cierto, para la sencilla pregunta ¿qué pescado debo comer?, Greenberg no ofrece una única respuesta, aunque el lector curioso encontrará la suya propia a lo largo de las páginas de este fascinante libro. ¡No os lo perdáis!

Cuatro peces
Paul Greenberg
RBA
448 páginas
23 euros (papel)

jueves, 21 de junio de 2012

Deliciosas farsas





A propósito del montaje de Vida y muerte de Marina Abramovich




Varios bailarines llevan en sus bocas sus prendas íntimas mientras avanzan con movimientos espasmódicos por el escenario del Real. Uno de ellos tapa su aparato genital en una postura imposible y el resto se convulsiona y contorsiona en una estrambótica puesta en escena desnuda de todo artificio y en la que únicamente destaca la paleta cromática en rojo y blanco de sus vestidos y mallas.


El coro del Teatro Real, de reciente creación, interactúa con los bailarines sobre el escenario y goza de un protagonismo inusitado en las obras tradicionales. Bajo las notas de Verdi y Wagner los integrantes del coro se tiran al suelo, patalean, gritan, muestran sus manos teñidas de rojo y blanco, levantan pancartas a favor del 15-M y se desnudan en la liberadora escena final tras una inquietante sesión de psicoanálisis colectivo. En la dirección musical, bajo la batuta de Marc Piollet, la obra alterna la actuación de la orquesta con piezas de música electrónica pregrabada, lo que resulta un tanto desconcertante pero enriquecedor.




Marina Abramovich recibe al público tendida en uno de los tres ataúdes que aparecen en escena rodeados de perros doberman y vísceras humanas. El inicio tan poco convencional de Vida y muerte de Marina Abramovich constituye también parte del éxito de esta performance plástica que muy pocos se atreverían a calificar como ópera. Aderezado con la narración de Willen Dafoe y la inconmensurable voz de Antony Hegarty, la obra es una revisión fatalista del periplo vital de la artista serbia a través de una puesta en escena más cercana a los videoperformances que a los grandes montajes operísticos del Teatro Real.


Robert Wilson, el director de escena, crea un universo onírico en el que destacan las piezas musicales conducidas por la excepcional intensidad vocal de Antony y la potente réplica tonal de la cantante serbia Svletana Spajic, que se alternan con una galería de escenas de  impactante estética visual donde el protagonismo absoluto de Abramovic resulta chirriante. Solo la presencia de Dafoe contribuye a relajar en cierta medida la asfixiante atmósfera creada por Wilson para gloria absoluta de la egocéntrica artista serbia, que se sirve del excepcional vehículo puesto a su disposición para conjurar a sus ancestros y experimentar un catártico viaje interior.







Tras la caída del telón hay división de opiniones, aunque ganan los aplausos atronadores que intentan silenciar los silbidos y gritos contrarios a tanta innovación. Tiemblan los cimientos del sacrosanto lugar donde hasta ahora solo unos pocos se habían atrevido a cuestionar el orden establecido con obras vanguardistas alejadas del gusto imperante. Las dos obras consiguen lo que pretendía Gerard Mortier, el director artístico del Teatro Real, tan cuestionado desde que se hizo cargo del puesto, hace ahora cuatro años.


A pesar del revuelo mediático organizado en torno a la presentación de estas dos obras ya existía el precedente de montajes escandalosos gracias a Calixto Bieito, el director de escena español que tanta polvareda ha levantado a lo largo y ancho de Europa. Muy sonado fue su estreno en el Teatro Real del heterodoxo montaje de la ópera Wozzeck con desnudos, vómitos y disecciones de cadáveres incluidos. Su adaptación de El rapto de Serrallo, de Mozart, ya había sido calificado como una "guarrada" cuando se estrenó en la capital alemana en 2004. ¿Cerdada o espectáculo fascinante? Al gusto del consumidor.  


sábado, 16 de junio de 2012

Verano y amor, de William Trevor





William Trevor no es precisamente un chaval. Sin embargo, la
creatividad no es una prerrogativa juvenil, como demuestra el hecho de
que a sus ochenta y un años (hace ya tres) y con todo dicho (es autor
de una amplia obra, de gran calidad literaria, que incluye relatos
cortos, obras de teatro, novelas, ensayos y hasta libros infantiles),
este tímido abuelito de origen irlandés residente en Inglaterra,
reacio a las entrevistas y tan aficionado a la jardinería como
cualquier otro ciudadano británico que se precie, todavía fuera capaz
de escribir una historia tan exquisita como Verano y amor.

El estilo depurado de William Trevor, basado en hacer desaparecer todo
lo superfluo a base de revisar, cortar, afinar y rehacer una y otra
vez lo escrito, alcanza en Verano y amor una gran maestría. La
historia principal que se nos narra en la novela, el amor
imposible entre dos jóvenes (Ellie y Florian), ha sido contada una y
otra vez a lo largo de la historia de la Literatura y su escenario, la
Irlanda rural tradicional de la que procede William Trevor, con sus
restricciones morales, su vida sencilla y su apego a las costumbres,
parece, en principio, anodino y engañosamente exento de emociones. En
ese forzado contexto, el devenir de los acontecimientos es sutil y la
narración se desenvuelve morosamente en las primeras páginas.

Sin embargo, poco a poco, con delicada sensibilidad, mientras nos
describe de manera que resulta casi poética por su ausencia de
afectación, la vida cotidiana del pueblo de Rathmoye, Trevor gana
nuestro interés introduciéndonos en el destino entrecruzado de los
distintos protagonistas, que, sometidos al cruel escrutinio público en
un mundo cerrado de mentalidad provinciana, sufren interiormente por
sus secretos, sus culpas y sus remordimientos.

La clave de la historia se encuentra, precisamente, en la pesada carga
de las obligaciones, la moral y el pasado individual, que atan a Ellie
a Rathmoye tanto como empujan a Florian a huir y que condicionan al
resto de personajes, soberbios en su sencillez, en sus desoladoras o,
simplemente, vulgares vivencias.

Como afortunado poseedor de una genuina curiosidad por los
sentimientos de las mujeres, esa escasa virtud masculina (que, sin
embargo, derrochaba el abuelo de Amos Oz, según nos cuenta en una
Historia de amor y oscuridad), Trevor es especialmente brillante en la
construcción del personaje encarnado por Ellie, una mujer atrapada en
las consecuencias de su orfandad, que dirigen su vida. Sus quehaceres
cotidianos, su relación amorosa, la manera en que se integra en la
sociedad de Rathmoye… son descritos con el pulcro y afinado oficio del
autor enamorado de su creación.

Para que no falte nada, el desenlace final es sorprendente y, sin
embargo, coherente con los conflictos morales de los protagonistas,
que tanto importan a su autor, lo que concede a la novela una notable
sensación de solidez, de obra meditada y bien estructurada.

Verano y amor demuestra que el solipsismo no sólo no es estrictamente
necesario para la creación literaria sino que resulta más bien una
carga: el buen escritor precisa de una gran curiosidad por los
sentimientos ajenos, de una empatía inagotable y de una capacidad de
comprensión y de piedad infinitas por las debilidades y las pasiones
humanas, cualidades que William Trevor ha atesorado en su longeva existencia.


Verano y amor

William Trevor
218 páginas
15,90 euros en papel

jueves, 7 de junio de 2012

Una tarde en la Feria del Libro de Madrid




Cosa rara: escasa lluvia en la Feria del Libro de Madrid. El sol ha lucido casi siempre en la edición de este año, dejando entrever ya los rigores de esa canícula mesetaria que ni los frondosos y centenarios árboles del Retiro lograrán mitigar a partir de julio.

Muchos buscan perezosamente algo que llevarse para leer en verano en los cientos de casetas instaladas en el Paseo de Coches. Verlos y ver a los libreros y ayudantes de libreros detrás de los mostradores pasar el tiempo mirando distraídamente el móvil o atendiendo la conversación de un potencial comprador contagian tranquilidad. Paseo por la feria en día laborable, sin las aglomeraciones del fin de semana. Los autores que se sientan obedientemente en un extremo de la caseta bajo un rótulo con su nombre y detrás de una pila de ejemplares de su último libro se vuelven invisibles para la gente que se acerca. Otra vez el móvil y sus constantes reclamos llenan las horas de soledad del escritor que va a firmar sus ejemplares. Alguno relee su ensayo o su novela, quizá señalando erratas que nunca llegarán a eliminarse.

Otro año ha pasado y no he leído los muchos libros que en la última feria pasaron por mis manos y quedaron grabados en esa larga lista mental  de lecturas pendientes (puro ejercicio de voluntarismo). El trabajo (más incierto que nunca), la familia y la lectura de los periódicos y de los libros de coyuntura han acaparado todo el tiempo. Bueno, también he echado las horas en el deporte televisado, orgía de nuestro tiempo, y en dar unas carreras por el parque.

Paseando por la feria uno se da cuenta de que, por sus preferencias, vive en un barrio muy pequeño de la literatura. Que si prefiero la novela al ensayo, que si mejor los contemporáneos que los clásicos, que si leo prosa y no intrincada poesía (¿quién lee poesía en este país? Alguien debe hacerlo porque sino no se entienden la testarudez de la gente de Visor o Hiperion), que si mejor libros de letras que complejos manuales de ciencias o negocios, que si prefiero a los extranjeros (y consagrados) y aborrezco a los nacionales (y noveles), que si mola más el comic que el cuento, que si el libro de autoayuda y no el tratado de filosofía o religión...


Este año no tuve entre mis manos Hambre, de Knut Hamsun (Ediciones De La Torre). Mi intención era comprarlo porque no pocas veces lo he ojeado e incluso he hecho amago de quedármelo. Siempre me pasó que, por el precio (lo confieso: 15 o 20 euros por un libro en ocasiones me parece mucho) o por la impertinencia que supone leer a un autor nórdico que cuenta una historia de desgarrado solipsismo, acabé devolviéndolo al expositor. Este año, en lugar de Hambre me encontré en casi todos sitios algún título del periodista andaluz Manuel Chaves Nogales, que ha vuelto a editar con esmero Libros del Asteroide.


En la Feria del Libro de este año pasaron por mis manos algunos libros que, para no romper la tradición, no me llevé (otra vez el euro fue más fuerte que la voluntad). Son títulos que, además, han vuelto a engordar esa lista de lecturas pendientes que nunca haré, pero que conviene tener, por si alguien pregunta y por si acaso.  


Religión para ateos, de Alain de Botton (RBA). Este hombre casi siempre escribe de cosas que me interesan. Ahora propone un acercamiento a la trascendencia que supera el habitual enfrentamiento entre fundamentalistas y no creyentes.

Un año en el otro mundo, de Julio Camba (editoral Rey Lear). Al joven e irónico periodista gallego lo envía el ABC a Nueva York porque antes el Gobierno alemán se había quejado de sus crónicas desde Berlín. Desde allí, pone al tanto a sus lectores de la vida de los estadounidenses, con un lenguaje corriente y con ciertas dosis de acidez. Corría el año 1916.


Danubio, de Claudio Magris (Anagrama). Es otro de los que siempre pasan por mis manos y nunca acaban en la mochila. ¿Por qué será? Aquí no es cuestión de precio, porque está desde hace tiempo en edición de bolsillo. Esa literatura a medio camino entre la reflexión histórica y filosófica y el libro de viajes, y construida a base de anécdotas aparentemente deslabazadas me interesa. Me he prometido leerlo una tarde de estas.

Algún libro del mártir Dietrich Bonhoeffer (editorial Sígueme). El pastor luterano que fue asesinado por el nazismo y que denunció la actitud gregaria de la iglesia alemana de la época también es un fijo en mi lista de pendientes.

El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati (editorial Gadir). Me llama sobre todo la atención la bella edición que ha sacado Gadir, que se está haciendo con una buena selección de las letras italianas del siglo XX.

La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe (Anagrama). Literatura de madurez, dijeron, de l´enfant terrible de la literatura británica. Historia íntima de tres generaciones de mujeres en la Inglaterra rural de la posguerra.

El diario de Ana Frank (editorial DeBolsillo). Lectura tanto tiempo pospuesta. No lo leí en la EGB o el bachillerato, cuando era casi obligatorio, y dudo de que lo haga ahora. Supongo que mi hijo me pedirá más pronto que tarde que lo comentemos.

A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales (Libros del Asteroide). Como decía, es la revelación de la feria. Los libros del periodista sevillano, que mantuvo la cordura en un país abocado a la guerra civil, están por todos sitios. Es una gloria tardía, pero supongo que provechosa para los que no lo hemos leído.



Años lentos, de Fernando Aramburu (Tusquets). Otro que tiene el coraje de hablarnos de los orígenes del nacionalismo intransigente de ETA en los años 60 y que también propone una reflexión sobre los propios mecanismos de la novela gracias a los apuntes del escritor que acompañan cada capítulo.

El extranjero, de Albert Camus (Galaxia Gutenberg). Otro texto mítico que me lleva, sin quererlo, a los años de descubrimiento de la adolescencia. Para mí es como una brisa fresca. La edición, en este caso, es de lujo (marca de Galaxia): viene con ilustraciones de Úrculo y epílogo de Vargas Llosa.

El mundo de ayer, de Stefan Zweig (Editorial Acantilado). Decenas de veces he tenido este libro en las manos, pero creo que acabaré comprándolo y manteniéndolo en  mi biblioteca. Una memoria intelectual (que no sentimental) de un judío que se suicidó en 1942.

Finalmente compro Homicidio (Editorial Principal de los Libros), monumental novelón policiaco de David Simon que es el germen (así lo dice el editor en la misma portada) de la serie televisiva The Wire. En principio, me llevo muchas horas de felicidad. Ya veremos.




PS: El tsunami del libro electrónico está a punto de arrasar buena parte del mundo editorial como hoy lo conocemos. Sin embargo, los libreros y las editoriales de Madrid siguen enterrando la cabeza en la tierra. Sin noticias de los nuevos formatos en los cientos de casetas del Retiro.


Desde Barcelona, Seix Barral, Anagrama o Tusquets cambiaron para siempre el panorama editorial en España en la década de los 60 y 70. Hoy, de forma más sigilosa y políticamente difusa, editoriales como Páginas de Espuma, Nórdica, Periférica, Errata Naturae, Menos Cuarto, Gadir o Minúscula dan otra vuelta de tuerca.





lunes, 28 de mayo de 2012

Razones y soluciones de Krugman





A propósito de "Acabad ya con esta crisis!", de Paul Krugman



Se puede estar de acuerdo o no con lo que dice, pero Paul Krugman es una muestra de la calidad del debate público en Estados Unidos. Su libro –en ningún momento esconde sus intenciones- es un llamamiento a la movilización de todos aquellos con capacidad de influencia, “desde los economistas profesionales a los políticos y los ciudadanos inquietos”, para acabar con una crisis que está dejando a muchos millones de ciudadanos fuera del sistema. Y puede que lo consiga, pues Krugman es una estrella mediática mundial y tiene la rara habilidad de convertir un libro donde se habla de la prima de riesgo, la "austeridad expansiva" o la "trampa de liquidez" en un best-seller que se degusta como una novela de intriga. 

Como el brillante documental Inside job, el libro de Krugman recurre a un estilo directo, persuasivo y fresco que quiere, en último término, “indignar” (me pregunto cuándo volveremos a utilizar esta palabra sin dar explicaciones) y movilizar. Sin embargo, si la película culpa por igual a financieros y políticos y muestra los pasadizos entre el mundo académico y el del dinero, el Premio Nobel,  que durante años ha estudiado los mecanismos de las crisis económicas, pone en el punto de mira a la clase política y deja a un lado a los temidos mercados.

A pesar de su vehemencia de bloguero y columnista, Krugman respeta la inteligencia del lector. Su argumentación no consiste en desacreditar por la vía rápida a sus oponentes ideológicos y académicos. Krugman, que cree que ha sido solo en las tres últimas décadas cuando la derecha estadounidense se ha hecho intransigente en cuestiones económicas, aprovechando en parte el fuerte incremento de los ingresos de la élite, dialoga con ellos.

También muestra las contradicciones de los que en Estados Unidos se han movido su órbita liberal (de izquierdas, para entendernos). A Obama, por ejemplo, le reprocha la falta de ambición que tuvo el primer plan de inversión pública después del desastre de Lehman Brothers. A Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, que haya acabado por plegarse a los deseos de los políticos republicanos cuando una década atrás daba lecciones a las autoridades japonesas, incapaces de sacar al país de la recesión con una política de expansión del gasto.
  
Como declarado keynesiano, asegura que desde mañana podemos empezar a salir de la crisis a través de una política agresiva de inversión pública -“¿De verdad es tan sencillo? ¿Sería de verdad tan fácil?”, se pregunta el autor. “Pues sí; básicamente sí”, se responde-. Krugman insiste una y otra vez: la culpa de que sigamos en crisis después de cinco años y de que en algunos países como España las perspectivas sean bastante lúgubres no es de los mercados, sino de los políticos, economistas y académicos que han confundido el keynesianismo con el socialismo y la gestión centralizada, y que siempre han visto al diablo vestido con el traje del déficit o la inflación.

Acabad ya con esta crisis es, como su título insinúa, un grito desesperado destinado a los políticos y a esa “gente seria” que, desde que estallara la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, siguen sin resolver una crisis que está acabando con el futuro de una generación.

Krugman echa la vista atrás para poner en la picota a aquellos políticos que desde Jimmy Carter apoyaron la autorregulación de los mercados y la liberalización de la banca, iniciativas que durante tres décadas contaron con el aval legislativo de republicanos y demócratas y que desde la Reserva Federal auspició Alan Greenspan. Krugman recuerda que el aparato teórico en el que se apoyó esta desregulación –apoyado en el mantra que dice que los mercados financieros siempre encuentran los mejores precios para sus activos- siempre fue débil.

El profesor de Princeton proclama que se puede acabar al instante con la crisis, y la solución está en el incremento del gasto público, como paso en Asia en los noventa y en los años 30 del siglo pasado. Sin embargo, antes es necesario, en su opinión, derribar algunos mitos. Al contrario de lo que nos han querido hacer creer, no hay en su opinión evidencias de que una política fiscal expansiva sea perjudicial para el empleo. Muy al contrario, Krugman cita trabajos de campo de los investigadores del poco sospechoso FMI, que identificaron más de 150 casos de austeridad fiscal en países avanzados que acabaron con contracción económica y más desempleo. En este punto, hay que reprochar a Krugman que solo “cite” y no profundice en un apartado crucial para su argumentación.

Tampoco ve razones para sacrificar una generación por la reducción del déficit. Aunque reconoce que el déficit estadounidense es considerable, también considera que es asumible por una economía dinámica y de proporciones gigantescas. “Mientras que los perjuicios causados por el desempleo son reales y terribles, el daño causado por el déficit, a un país como Estados Unidos y en su situación actual, es ante todo hipotético”. Krugman establece paralelismos con la situación a finales de los años treinta y recuerda que “la deuda que [en aquel momento] el Gobierno suscribió para librar la guerra representó, de hecho, la solución a un problema de exceso de endeudamiento privado”.



También critica la ortodoxia alemana en torno a la inflación, la “otra amenaza fantasma”. Y va más allá al sugerir, ¡en línea otra vez con las propuestas del Fondo Monetario Internacional!, que sería eficaz ponerla en el 4% durante un largo periodo de tiempo. Los costes de una medida así, nos dice Krugman citando a la “mayoría de economistas”, serían “poco importantes”. Cuando un país se halla inmerso en una “trampa de liquidez” (se llega a este punto cuando ni unos tipos de interés cercanos a cero impulsan el gasto), la cantidad de dinero que imprimen los bancos centrales es prácticamente irrelevante. Es el caso de Estados Unidos y de Europa en estos momentos. 

Sobre el futuro de Europa, Krugman es más bien escéptico. Aunque en su opinión la crisis financiera de Estados Unidos desencadenó el derrumbe en el viejo continente, ese hundimiento habría llegado igualmente, tarde o temprano. La entrada masiva de capitales en algunos mercados, como el español, a raíz del euro, unida a fallos en la construcción europea (poca integración fiscal y casi nula movilidad laboral) tienen la culpa del desaguisado. Para poner coto a los ataques de pánico que deprimen economías como la española, Krugman insta a los Gobiernos y al BCE a estar preparados para la compra de eurobonos.

El columnista de The New York Times duda de la calidad académica del trabajo que respaldó la teoría de “la austeridad expansiva”, que tanto ha dominado el discurso de los líderes europeos en los últimos tiempos y que parte de la idea de que una economía sometida a recortes es la única vía para recuperar la confianza de los agentes y, a la postre, el crecimiento. ¿Cómo es posible –se pregunta- que un país saneado y competitivo como Alemania, y otro con plena autonomía monetaria como Reino Unido, se hayan metido en salvajes recortes presupuestarios que, a la larga, han oscurecido sus perspectivas de crecimiento?

Krugman no cree que la austeridad que desde 2010 se ha impuesto en el viejo continente, y que vino después de una primera fase de la crisis en la que Occidente salvó los muebles gracias al rescate del sector público, sea efectiva en un escenario tan complicado como el actual. Las cifras macroeconómicas, por el momento, hablan solas: hoy media Europa está en recesión, los países del sur del continente están al borde del abismo y sin un plan claro para mejorar su competitividad, y la creación de empleo en Estados Unidos sigue en entredicho.

  
Por último, Krugman lamenta que cierta moral haya guiado el discurso político en los últimos años y denuncia el “gran engaño” (o autoengaño, según se mire) de los dirigentes, que han querido ver los problemas del Grecia y de los países del sur como el justo desenlace a los tiempos de excesos. La parábola griega de las consecuencias merecidas del despilfarro fiscal se ha extendido por todo el sur y domina el discurso político de la derecha en Alemania o en Estados Unidos. Con la austeridad, recuerda el economista americano, solo ganan los acreedores, mientras que los ciudadanos ven como el sufrimiento se perpetúa.


¡Acabad ya con esta crisis!
Paul Krugman
Editorial Crítica
264 páginas
18,05 euros (papel)

lunes, 21 de mayo de 2012

Solar, de Ian McEwan




Ian McEwan es uno de los más lúcidos escritores ingleses y su espléndida Expiación una de las más citadas novelas inglesas contemporáneas. Algunos de sus éxitos, como Amsterdam o Sábado, no se han librado de comentarios desfavorables, pero casi todos los críticos reconocen en McEwan a un maestro en el empleo de los mejores recursos narrativos para construir, mediante un lenguaje a la par pulcro y elegante, obras complejas en las que ni los detalles ni el conjunto se desmerecen entre sí. De su oficio literario, siempre basado en una exhaustiva documentación previa a la escritura, se espera, libro tras libro, lo mejor.

Tan es así que Solar ha recibido más bien malas críticas en el mundo anglosajón por no ser, en apariencia, fruto de la extrema exigencia creativa que, se presupone, debe guiar a su autor. La novela describe, con un humor socarrón, las andanzas sentimentales y profesionales de su omnipresente protagonista, Michael Beard, un tipo con suerte que consiguió en sus tiempos jóvenes nada menos que el premio Nobel de Física por un brillante trabajo sobre algunas de las teorías de Einstein. 

Beard es un ser tan inteligente como mezquino en su intenso egoísmo y vive del crédito profesional que le concede su renombre científico, pues no duda en seguir aprovechando, muchos años después de sus momentos más productivos como investigador, todas las oportunidades, en forma de canonjías y privilegios remunerados, que, sin necesidad de esfuerzos o contraprestaciones personales muy exigentes, se le ofrecen por doquier.

Así, al principio del relato, Beard accede a un mediático cargo de prestigio en un organismo público dedicado a la investigación en energías renovables. Al cabo de los años y por una mezcla de casualidades, desfachatez y ambición, Beard se convierte en el entusiasta impulsor de un gran proyecto privado de aprovechamiento de la energía solar como solución frente al cambio climático.  



Durante el desarrollo de Solar, su amoral protagonista comete todos los pecados que el consenso biempensante de nuestra inefable sociedad considera poco menos que abominables: come compulsiva e insanamente, no hace ejercicio, bebe, es infiel a sus distintas y simultáneas parejas (y, pese a ello, sufre desmedidamente porque su última mujer le engaña a su vez), miente sin rencor y sin medida a los demás y a sí mismo, utiliza los datos de sus colegas para su propio beneficio (hasta el extremo de robárselos a un muerto)… 

Todo ello no impide que Beard nos caiga simpático, porque, al modo en el que muchos italianos apreciaban a Silvio Berlusconi, envidiamos profundamente su éxito, aunque sepamos que tiene su origen en la falta de toda ética personal y que, como la agudeza de McEwan anticipa sutilmente en el curso de la narración, tanto descaro deba acabar en un merecido castigo.  
Al fin, la novela refleja, de forma más mordaz que en otras obras pero igualmente eficaz, algunas de las grandes preocupaciones de su autor, como la moralidad y su relación con la libertad individual y con la culpa o los imprevisibles efectos de la casualidad en nuestro destino.

La ironía que impregna todo el relato resulta, a la postre, muy acertada, porque permite a McEwan, expresar, sin pretensiones de trascendencia, su gran pesimismo en relación con la condición humana, mientras navega con éxito en las procelosas aguas de lo políticamente incorrecto, entre arrecifes tan peligrosos  como el del problema del cambio climático o el de la utilización de la Ciencia para el lucro personal de los propios científicos.  El resultado es un libro engañosamente banal, divertido y bien escrito, que se lee fácilmente pese a las referencias científicas que contiene.


Solar
Ian McEwan
Anagrama
36o páginas
19,50 euros en papel

lunes, 14 de mayo de 2012

Un mundo que se acaba





A propósito de “El cielo gira”, de Mercedes Álvarez


Mercedes Álvarez siempre escuchó con una mezcla de curiosidad y estupor aquellas historias que sus padres y sus hermanos mayores le contaban de la aldea que tuvieron que abandonar cuando ella tenía tres años. “En aquella época yo planeaba visitar mi pueblo de origen, retratar a sus últimos habitantes y arrancarles cuatro palabras”. Al cabo de los años, ya en su madurez, Mercedes Álvarez, la montadora de la celebrada En construcción, otra historia de desvastación dirigida por José Luis Guerín, vuelve a ese espacio, medio recordado, medio soñado, de su infancia y filma El cielo gira.

El documental, producto de un rodaje demorado y sigiloso, aunque casi nunca premeditado, quiere dar testimonio de ese mundo rural que se va inexorablemente, de una civilización que entronca con los íberos y los romanos y que, en no más de medio siglo, ha quedado arrasada por los sueños de una vida mejor en la ciudad.

El cielo gira se mueve en un alambre. La cámara de Mercedes Álvarez, que es respetuosa y compasiva, nunca mira por encima del hombro ese universo periclitado con el que se encariña, aunque tampoco lo idealiza ni reverencia. El anciano que duerme la siesta en medio del mosquerío. Los vecinos que animan su charla en una plaza soleada rememorando antiguos esplendores. Los dos labriegos que vuelven del cementerio asumiendo con entereza y sentido práctico los ciclos de la vida (“Estamos aquí de paso, esto es un soplo”). El pintor Pello Azketa, casi ciego, que, como los demás, no tiene más remedio que asumir que el mundo desaparece frente a sus ojos. Son los protagonistas inesperados de esta obra de cine mayor.

Mercedes Álvarez, el último ser que vino al mundo en Aldealseñor, sabe que el origen de las grandes historias no tienen porque estar en la ciudad, lugar de seducción desde principios del siglo XX, sino que puede encontrarse en la aldea donde el tiempo se ha congelado. Todo es cuestión de buscarlas o esperar a que lleguen. “Hice un retrato de este lugar y durante los siguientes días esperé…”, dice la directora en off de su propio trabajo. Ella reconoce que no acudió a Aldealseñor con el mejor equipo. En su lugar, prefirió ir con todo el tiempo del mundo para captar la vida, tan esquiva cuando uno trata de asirla y plasmarla en el papel o en la película.

En medio de la borrachera perpetua de imágenes de la publicidad, la televisión o el cine más comercial, el documental de Mercedes Álvarez tiene la bendita osadía de dirigir sus ojos a la realidad que nos circunda y esperar a que esa realidad nos muestre el sentido más íntimo del mundo que nos ha tocado vivir. Al principio de la película, una anciana rememora el momento en que alguien descubrió que las navas con extrañas formas en las que jugaba de pequeña en realidad eran un cementerio de dinosaurios.  



En la década de los 60 y los 70, casi un millón de personas emigraron del campo a la ciudad en España. Un millar de pueblos como Aldealseñor han desaparecido en los últimos 15 años. España, como recordaba hace no mucho Julio Llamazares, se resquebraja en dos mitades, y no coinciden con la izquierda y la derecha que pregonan los medios de comunicación, sino con la rica y pudiente de la costa y el centro, por un lado, y la pobre y deshabitada de las provincias interiores, por otro.

Esta quiebra, fomentada por el desarrollismo franquista y el auge del turismo, y que, pese al estado de las autonomías, nadie ha podido evitar ni reparar en las últimas décadas, es una verdadera tragedia que a casi nadie, salvo a algunos que sufren en carne propia el ostracismo, inquieta. Sin embargo, pocos dudan ya de que una forma de vida que tiene sus orígenes en la noche de los tiempos está a punto de desaparecer, y con ella un legado cultural y social inmenso.

El campo que sobrevive es el de las grandes plantaciones de vino de La Mancha, de cereal en el norte de Castilla o de olivo en Andalucía. Sin embargo, el resto, el del minifundio, está en trance de extinción. Lo que antes fueron en muchos municipios del interior caminos transitados por laboriosos labradores, hortelanos y granjeros, hoy son veredas abandonadas que no llevan a ninguna parte. Un espectáculo siniestro de tapias medio derruidas y somieres herrumbrosos dan fe de la derrota. 


  

lunes, 7 de mayo de 2012

Morir de hambre (o de colesterol)





A propósito del libro Obesos y famélicos, de Raj Patel  

Los estantes de nuestros supermercados están atiborrados de productos de todas los rincones del mundo (pistachos turcos, vinos californianos, kiwis ¡neozelandeses!...) en presentaciones rebosantes de plástico, tan profusas como atractivas, tan aparatosas como absurdas (un celofán rodea una pequeña magdalena que reposa en una bandeja de plástico junto a otras tres compañeras, mientras todo el conjunto se encuentra envuelto por otro “film” transparente y espera su destino dentro de una caja de cartón). Nos hemos acostumbrado de tal modo a la variedad (casi infinita), la abundancia, el colorido y, no lo olvidemos, el buen precio, de la oferta alimentaria que damos su presencia en nuestras vidas por descontada.

Las indudables ventajas que para nuestra mesa brinda la inaudita (nunca vista en toda la Historia) oferta de productos que la globalización pone a nuestra disposición en los grandes centros de consumo, tienen su contrapartida, como todos sospechamos, en un trasfondo más oscuro y menos sugestivo.  

Rajeev (Raj) CharlesPatel se define a sí mismo en su página web y blog como escritor, activista y académico. Su libro, traducido como Obesos y famélicos. El impacto de laglobalización en el sistema alimentario mundial, pero con un título mucho más provocador en su original en lengua inglesa (Stuffed and starved. Markets, Power and the Hidden Battle for the World’s Food System), se ha convertido desde su publicación en una referencia para los críticos con el sistema agroalimentario mundial.

Una de las contundentes citas del libro, no por conocida menos sangrante, es la palmaria injusticia que supone el hambre de la sexta parte de la Humanidad, frente al sobrepeso de otra sexta parte. Más sorprendente es el hecho de que tanto las personas más hambrientas como las más obesas se encuentren entre las más pobres. No menos impactante resulta conocer los efectos globales (sociales, económicos, ambientales…) del actual modelo de producción alimentaria agroindustrial, que repone sin cesar las existencias de los kilométricos anaqueles de nuestras tiendas.





Buena parte de los hábitos de compra, de consumo de alimentos y hasta de la forma de cocinar han sido determinados por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y por el progresivo control que, desde entonces, han ido adquiriendo ciertas enormes empresas sobre el conjunto de la cadena, incluida la publicidad y la presentación de los productos, que lleva los alimentos desde el campo o el mar a nuestra casa. Para que tales corporaciones obtengan beneficios astronómicos, denuncia Obesos y famélicos, la vida de los trabajadores agrarios asalariados de medio mundo se mantiene en condiciones casi infrahumanas, mientras que los pequeños propietarios rurales siempre rozan el límite de la rentabilidad, incluso en Europa y Estados Unidos.

Los viajes de Patel por todo el globo nos aportan multitud de datos, como el omnipresente dominio de la soja en todo tipo de productos para la alimentación humana y animal y las traumáticas consecuencias, políticas, económicas, sociales y ecológicas, que la imparable ampliación de su cultivo provoca en lugares como Brasil. También nos recuerda Patel que el primer problema de los cultivos transgénicos concierne al poder y al control y que más allá de las eventuales dudas derivadas de la seguridad a largo plazo de los alimentos transgénicos, la clave de su extensión se encuentra en el deseo de control omnímodo que las grandes empresas agroalimentarias ocultan en sus intenciones de negocio.



Obesos y famélicos nos avisa de que la artificial productividad de los campos, la actividad mecanizada de las tareas agrarias, el transporte de los productos a largas distancias y, al fin, todo el sistema que nos alimenta, se basa en un consumo de petróleo desaforado y provoca unos efectos ambientales insostenibles a largo plazo. (De acuerdo con el informe Alimentos kilométricos, de la organización Amigos de la Tierra, las frutas y las legumbres recorrían en 2007 la escalofriante media de 5.034 kilómetros antes de llegar a nuestras casas,  mientras que en el caso del café, el cacao y las especias la cifra alcanza los ¡6.227 kilómetros!).

Patel ejerce de crítico social y no se olvida de describirnos las reivindicaciones de los numerosos grupos que se oponen a la actual situación (como el Movimento dos TrabalhadoresRurais SemTerra de Brasil, entre otros muchos) ni de denunciar la manipulación permanente que, por pura conveniencia de negocio, se ejerce sobre nuestras preferencias como consumidores.

Patel, contrario al paradigma de la globalización, concluye en la necesidad de implantar un modelo de producción agroecológica que prime los mercados de productos locales y su diversidad y que suponga una mayor equidad para los productores y un mayor respeto para los consumidores. En ello coincide con algunas de las recomendaciones de un relevante informe internacional impulsado por la FAO, Agriculture at a crossroads (La Agricultura en una encrucijada, Evaluación Internacional del papel del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología en el Desarrollo Agrícola), publicado en 2009, en el que participaron 400 científicos y donde se afirma que para poder alimentar al mundo a largo plazo necesitaremos una agricultura menos intensiva en el consumo de recursos y un mayor control de los productores, lo que no puede ser más opuesto a la realidad actual.

Pese a cierta confusión en el desarrollo de los argumentos, quizá también fomentada por una traducción no muy precisa, Obesos y famélicos resulta una buena introducción para otras lecturas y logra transmitirnos la inquietud por el futuro de nuestra alimentación, en un mundo que se nos antoja pequeño para nuestros insaciables paladares.


Obesos y famélicos. 
El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial
Raj Patel
Los libros del lince
368 páginas
23 euros en papel



miércoles, 2 de mayo de 2012

Ortega en Santo Domingo de Silos




Un mal guía puede arruinar un espléndido día de turismo. Me pasó el otro día en el impresionante Monasterio de Santo Domingo de Silos, levantado en el siglo XI. Casi sin presentarse, una señorita, con chaqueta y con la preceptiva identificación en la solapa, dirigió nuestros ojos a uno de los más de sesenta capiteles que sostienen desde hace mil años la techumbre de madera de la primera planta y ahí empezó su retahíla de nombres, fechas y elementos de decorativos. De esa manera, los muchos que la oíamos tuvimos que soportar una odiosa letanía de informaciones propias de la Wikipedia y expuestas con una desgana proverbial.

Fue una distracción imposible de evitar, por cuanto el monasterio se ve con guía o no se ve, y que hacía muy difícil apreciar la belleza de un lugar que durante cientos de años aguantó el embate de musulmanes, desamortizadores y arquitectos sin escrúpulos, pero que ahora se ahoga cada tarde en la cháchara mecánica de estos bustos parlantes.

Muchos guías turísticos en España reviven lo peor de la educación de nuestra infancia. Cantan las excelencias del monumento o del edificio de turno como loros, trufan su perorata de términos arquitectónicos o escultóricos que saben en muchos casos incomprensibles para su audiencia y casi nunca ponen en contexto sus comentarios sobre arcos de medio punto, capiteles jónicos o contrafuertes y arbotantes góticos. Un guía, como un profesor, puede ser más o menos brillante, pero debe intentar transmitir la belleza y el alma del sitio que muestran. Pienso en Ortega y Gasset.

Muchos guías turísticos siguen siendo herederos de esa educación exclusivamente memorística y magistral, enemiga del diálogo y la deliberación y que rehúye una visión más global de la cultura y la vida de los hombres que hicieron posible tanta maravilla. ¿Para cuándo una visita que nos diga algo de los hombres que levantaron las catedrales, los palacios y los caminos de España, sobre cómo se organizaban y qué penurias tuvieron que soportar para vencer la resistencia de esos inmensos pedruscos que estuvieron en el origen de las columnas y las bóvedas que hoy nos dejan boquiabiertos? Es solo un ejemplo, porque en Silos también me quedé con las ganas de saber algo más de esos monjes que hoy desafían al mundo con su recogimiento.  

El problema es más general y tiene que ver con el hecho de que el conocimiento en España está muy compartimentado. Se suele decir que nos faltan universidades e investigadores de élite. Pero también faltan en España divulgadores que consoliden una clase media verdaderamente ilustrada y crítica, capaz de vencer la pereza mental que promueve el cliché y la opinión de la mayoría. Escasean los guías que introduzcan al hombre corriente, de una forma amena, pero rigurosa, en un saber sin tener que obligarle a hacer una carrera de cinco años. Nos hacen falta puentes con el conocimiento riguroso y profundo que nunca ha salido del coto vedado de la universidad o de la comunidad de especialistas.

La carestía de buenos divulgadores tiene raíz probablemente en una doble sospecha: por un lado, está la del purista que considera que democratizar su conocimiento supone mancillarlo y traicionarlo; y, por otro, está la del lego que ve al divulgador como un oportunista que se aprovecha de los hallazgos de los demás.

Sin embargo, una sociedad que quiera tener un debate público de cierta altura, o cuando menos exento de malentendidos y lugares comunes, requiere de profesionales que hagan de enganche entre el exclusivo mundo del especialista, la avanzadilla, y el hombre corriente. Es una labor que hasta cierto punto han hecho algunos medios de comunicación, pero que, con redacciones a la baja, no está del todo garantizada. 

Necesitamos divulgadores de la economía, la política, las complejidades de la producción industrial, la medicina, la genética, la energía nuclear, el medio ambiente… para elevar el bajo nivel de la discusión pública en España. Y los necesitamos ahora más que nunca, que el país y sus dirigentes, por la crisis económica, trabajan en la incertidumbre. Vuelvo a pensar en Ortega y Gasset.   

Necesitamos en este país más divulgadores, así como editoriales y medios de comunicación que los apoyen. Estoy pensando en gentes como Fernando Savater, José Antonio Marina y Javier Gomá Lanzón (en pensamiento), Fernando García de Cortázar (historia), Jorge Wagensberg y Eduardo Punset (ciencia), Enrique Dans (nuevas tecnologías), Paul Krugman (economía), Mario Vargas Llosa (literatura), Alex Ross (música), Juan Luis Arsuaga (antropología), Jorge Valdano (fútbol)… Sé que hay muchos más nombres. Si los conocéis, decídmelos. 





viernes, 20 de abril de 2012

A propósito de 'Diario de invierno', de Paul Auster





En segunda persona

C. A. G

Al igual que amigos y familiares se afanan en descubrir el mínimo rastro que vincule a los progenitores con el bebé recién nacido, muchos lectores gustan de buscar en los distintos personajes de un libro el cordón umbilical que une a un autor con sus creaciones, ya sea a través de rasgos físicos, posturas morales, discursos políticos, etc. No en vano, Javier Marías ha contado alguna vez que le han felicitado por la paternidad del protagonista de una de sus novelas, dando por cierto que lo que le ocurría a uno en la ficción no podía ser sino reflejo de la realidad del otro.

Conocedores de esta querencia, algunos autores no dudan en dar el salto a la ficción y colarse directamente en la trama de su texto. Lo acaba de hacer con desparpajo Michel Houellebecq en la celebrada El mapa y el territorio. Con nombre y apellidos, es el escritor solitario y atormentado al que acude el protagonista, fotógrafo y pintor, en busca de ayuda para la publicación de un catálogo con su obra. Y todo ello sin abandonar la fábula, recreándose en el poder que otorga sujetar la pluma, para reírse de sí mismo e incluso fantasear con la propia muerte.



En Diario de invierno, el juego literario lleva a Paul Auster a dar un paso más, alzándose directamente al frente de la trama, siendo el centro de una colección de fragmentos que le tienen a él como único protagonista. El norteamericano ha explicado que no se trata de una biografía, sino de un libro sobre su cuerpo, “sobre los placeres y los dolores que uno siente viviendo dentro de él”. Por eso, empieza relatando los accidentes y cicatrices acumulados a causa del béisbol o de las distintas riñas infantiles vividas, o los más inquietantes problemas de salud llegados con la edad (rotura de córnea, ataques de pánico, incontinencia urinaria..). Al otro lado de la balanza, no se olvida de definirse como “esclavo de Eros”, haciendo un particular recorrido por sus encuentros sexuales, desde una temprana visita a un burdel para acabar con tantos años de frustraciones, hasta posteriores aventura eróticas “anodinas e insípidas”.

El contrapunto a tanta intimidad llega de la mano del narrador. Para poner distancia con el personaje, Auster se decide por la segunda persona (“Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti...”, empieza la narración). Estamos ante una figura nada complaciente, que va recordando lo sucedido y echándole en cara comportamientos y actitudes (“Siempre perdido, equivocándote siempre de dirección al tomar un camino, siempre sin llegar a parte alguna”).

Aquellos lectores de Auster que se acerquen a Diario de invierno disfrutarán con un texto muy personal que les permitirá conocer mejor al autor y acompañarle en algunas de sus reflexiones y situaciones más íntimas. Y ahí está la grandeza de este libro, en la ausencia de todo glamour, para descubrir un Auster de carne y hueso, enamorado locamente de su mujer (en cierto modo, también es una carta de amor dirigida a ella), que va relatando los miedos, frustraciones y pasiones de su vida.

No obstante, quizás debido a la falta de un eje temático o a que lo ha escrito en poco menos que cuatro meses, resulta un libro irregular, con pasajes algo tediosos (por ejemplo, las decenas de páginas en las que va detallando las distintas casas en las que ha vivido a lo largo de sus 64 años) o metidos con calzador (la recreación de la película Con las horas contadas). Auster es un autor muy prolífico y con muchos seguidores que sin duda disfrutarán descorriendo el visillo que les acerca hasta el ser humano, pero no olvidemos que al escritor también se le conoce por sus obras, y que él tiene muchas soberbias (Brooklyn Follies, El palacio de la luna, El libro de las ilusiones y La trilogía de Nueva York) mucho más recomendables que esta, en las que sus personajes comparten muchas cualidades con él, aunque no tengan su mismo nombre y apellido..


Diario de invierno 
Editorial Anagrama
18,90 euros (papel)
14,99 euros (e-book)
248 páginas