Un mal guía puede arruinar
un espléndido día de turismo. Me pasó el otro día en el impresionante
Monasterio de Santo Domingo de Silos, levantado en el siglo XI. Casi sin
presentarse, una señorita, con chaqueta y con la preceptiva identificación en
la solapa, dirigió nuestros ojos a uno de los más de sesenta capiteles que
sostienen desde hace mil años la techumbre de madera de la primera planta y ahí
empezó su retahíla de nombres, fechas y elementos de decorativos. De esa
manera, los muchos que la oíamos tuvimos que soportar una odiosa letanía de
informaciones propias de la Wikipedia y expuestas con una desgana proverbial.
Fue una distracción
imposible de evitar, por cuanto el monasterio se ve con guía o no se ve, y que
hacía muy difícil apreciar la belleza de un lugar que durante cientos de años aguantó
el embate de musulmanes, desamortizadores y arquitectos sin escrúpulos, pero
que ahora se ahoga cada tarde en la cháchara mecánica de estos bustos
parlantes.
Muchos guías turísticos en
España reviven lo peor de la educación de nuestra infancia. Cantan las
excelencias del monumento o del edificio de turno como loros, trufan su
perorata de términos arquitectónicos o escultóricos que saben en muchos casos incomprensibles
para su audiencia y casi nunca ponen en contexto sus comentarios sobre arcos de
medio punto, capiteles jónicos o contrafuertes y arbotantes góticos. Un guía,
como un profesor, puede ser más o menos brillante, pero debe intentar
transmitir la belleza y el alma del sitio que muestran. Pienso en Ortega y
Gasset.
Muchos guías turísticos
siguen siendo herederos de esa educación exclusivamente memorística y magistral,
enemiga del diálogo y la deliberación y que rehúye una visión más global de la
cultura y la vida de los hombres que hicieron posible tanta maravilla. ¿Para cuándo
una visita que nos diga algo de los hombres que levantaron las catedrales, los
palacios y los caminos de España, sobre cómo se organizaban y qué penurias
tuvieron que soportar para vencer la resistencia de esos inmensos pedruscos que
estuvieron en el origen de las columnas y las bóvedas que hoy nos dejan
boquiabiertos? Es solo un ejemplo, porque en Silos también me quedé con las ganas de saber algo más de esos monjes que hoy desafían al mundo con su recogimiento.
El problema es más
general y tiene que ver con el hecho de que el conocimiento en España está muy compartimentado. Se suele decir que nos faltan universidades e investigadores de élite.
Pero también faltan en España divulgadores que consoliden una clase media
verdaderamente ilustrada y crítica, capaz de vencer la pereza mental que
promueve el cliché y la opinión de la mayoría. Escasean los guías que
introduzcan al hombre corriente, de una forma amena, pero rigurosa, en un saber
sin tener que obligarle a hacer una carrera de cinco años. Nos hacen falta
puentes con el conocimiento riguroso y profundo que nunca ha salido del coto
vedado de la universidad o de la comunidad de especialistas.
La carestía de buenos
divulgadores tiene raíz probablemente en una doble sospecha: por un lado, está
la del purista que considera que democratizar su conocimiento supone
mancillarlo y traicionarlo; y, por otro, está la del lego que ve al divulgador
como un oportunista que se aprovecha de los hallazgos de los demás.
Sin embargo, una sociedad
que quiera tener un debate público de cierta altura, o cuando menos exento de
malentendidos y lugares comunes, requiere de profesionales que hagan de
enganche entre el exclusivo mundo del especialista, la avanzadilla, y el hombre
corriente. Es una labor que hasta cierto punto han hecho algunos medios de
comunicación, pero que, con redacciones a la baja, no está del todo
garantizada.
Necesitamos divulgadores de la economía, la política, las
complejidades de la producción industrial, la medicina, la genética, la energía
nuclear, el medio ambiente… para elevar el bajo nivel de la discusión pública
en España. Y los necesitamos ahora más que nunca, que el país y sus dirigentes,
por la crisis económica, trabajan en la incertidumbre. Vuelvo a pensar en
Ortega y Gasset.
Necesitamos en este país
más divulgadores, así como editoriales y medios de comunicación que los apoyen.
Estoy pensando en gentes como Fernando Savater, José Antonio Marina y Javier
Gomá Lanzón (en pensamiento), Fernando García de Cortázar (historia), Jorge Wagensberg y Eduardo Punset (ciencia),
Enrique Dans (nuevas tecnologías), Paul
Krugman (economía), Mario Vargas Llosa (literatura), Alex Ross (música), Juan Luis Arsuaga (antropología), Jorge
Valdano (fútbol)… Sé que hay muchos más nombres. Si los conocéis, decídmelos.
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