Para muchos de los que empezamos a ver la televisión en los setenta y en los ochenta, Gloria Fuertes siempre fue aquella señora pizpireta que aparecía por las tardes con chaquetas y corbatas de colores cantarines contándonos cuentos en verso y mirándonos con condescendencia por encima de la gafas mientras hacía rimar con gracia palabras de todos los días.
Al final de su vida, Gloria Fuertes se convirtió en un icono que alternaba con artistas y gentes de la farándula y que nos dejó la letra de sintonías que se han quedado para siempre en nuestra memoria, como aquella que nos amenizaba las tardes al ritmo de “un globo, dos globos, tres globos, la luna es un globo que se me escapó”.
Pero aquel personaje televisivo que tanta repercusión social le dio a Gloria Fuertes y que contribuyó a que en muchos hogares no faltase una copia de “El dragón tragón” o “El camello cojito”, ensombreció a la escritora que había detrás.
Gloria Fuertes tuvo que salir adelante en una familia pobre del barrio de Lavapiés, en Madrid, y vio cómo moría su hermano pequeño y compañero de juegos en un bombardeo de la Guerra Civil. “Yo estaba sana, pero el hombre y el hambre me dolían todos los días”, escribió a mediados de los años 30. “No tenía más que un traje, un cuaderno y mucho miedo a que se gastara el lápiz”, reconoce en otro momento. Más tarde, y hasta los 70, se refugió en empleos de secretaria y chica de los recados para sobrevivir, mientras en la intimidad se iba forjando una carrera como poeta de estilo directo y conciso, de rima marcada, e irónica y ajena a los intelectualismos de sus compañeros varones de generación. “Escribo sin modelo a lo que salga, escribo de memoria de repente… escribo a lo que salga”.
En la exposición que ahora le dedica el Fernán Gómez, Centro Cultural de la Villa, en Madrid, está su poesía para niños, pero también están sus versos y confesiones de un tiempo de formación en la sombra, cuando la literatura era para ella una forma de responder al horror de la guerra o al machismo ambiental, o de reivindicar una forma de mirar la realidad cristalina, juguetona, alejada del experimentalismo o de la floritura verbal de sus compañeros de generación.
Gloria Fuertes lo guardó todo, y por eso la exposición que ahora le dedica el ayuntamiento de Madrid para conmemorar el centenario de su nacimiento traza un completo recorrido vital, sentimental y literario de la poeta. Allí están expuestas las cartillas de racionamiento de la posguerra, las cartas de rechazo de las editoriales cuando todavía no era una celebridad televisiva y se ganaba la vida dando clases de inglés y hasta una lista de posibles novios escrita con lápiz y a mano en la década de los 40. También encontramos la notificación de la concesión de la beca Fullbright que le fue otorgada gracias a la intermediación del amor de su vida, la profesora americana Phyllis Turnbull, o la cartilla del banco con los ingresos que le hacía la universidad americana donde dio clases a principios de los sesenta. En fin, todo un arsenal documental que muy bien podrían servir ahora para que alguien novele la vida de esta escritora que vivió a contracorriente y fue mucho más que la creadora de aquellos globos televisivos que tanto nos entretuvieron a mediados de los setenta cuando salíamos del colegio.
Acercarse a la exposición es acercarse a la Gloria de nuestros recuerdos, pero también a esa mujer solitaria (“Todos los míos han muerto hace años y estoy más sola que yo misma”) que nunca pudimos intuir cuando la veíamos sentada en su trono de mimbre. Década a década, a través de sus poemas y de una documentación tan abundante, es imposible no sorprenderse y salir de sus salas reconociendo que la persona era infinitamente más interesante que el personaje de nuestros recuerdos.
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Blackie Books acaba de editar ‘El libro de Gloria Fuertes’, un volumen de más de 300 poemas y 80 fotografías, y con una investigación acerca de la vida de la poeta por parte de Jorge de Cascante.
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