jueves, 7 de enero de 2016

La ley del menor, de Ian McEwan




Como en varias de sus últimas novelas (pienso en Sábado o Solar), la protagonista de este libro es una persona con una notable carrera profesional a sus espaldas, sólidamente instalada y hasta cierto punto feliz, pero en conflicto con su inteligencia, sus sentimientos y sus miedos. Fiona Maye, jueza del Tribunal Superior de Justicia de Inglaterra, una mujer que bordea los 60, sin hijos y que durante toda su vida ha trabajado duro para subir en la judicatura, ve como su matrimonio se desmorona. Su marido, Jack,  profesor universitario, le pide educadamente que le deje tener una aventura con una joven, Melanie, a la vista de que el sexo ha desaparecido de la vida conyugal.

Al mismo tiempo –y este es el otro gran conflicto de la novela-, Fiona recibe una solicitud de un hospital donde un joven testigo de Jehová que tiene leucemia está a punto de perder su vida por negarse a recibir una transfusión de sangre, siguiendo sus convicciones religiosas y las de su familia. Antes de decidir sobre el caso, la jueza decide visitar al enfermo, un chaval perspicaz, pero también ingenuo y romántico. De lo que pasa luego no voy a contar más, por aquello de no estropear la lectura y romper la intriga, pero sí diré que tendrá serias consecuencias en la vida de Fiona y en la del joven Adam Henry.

La escritura de Ian McEwan es precisa y sobria, y da cuenta, hasta el mínimo detalle, del paisaje emocional y físico de sus personajes y de los cambios, por microscópicos que sean, que lo van alterando. Frente al desenfreno y a la provocación que destilaron las primeras novelas de McEwan, se puede decir La ley del menor es una obra de estructura bastante clásica y controlada, donde el autor va dosificando los elementos hasta llegar al desenlace, como en una tragedia canónica. Muy premeditadamente el climax de La ley del menor tiene lugar en las tablas de un escenario, a ritmo de la música de Mahler y de los poemas de Yeats.

Ian McEwan recurre al realismo y no duda en detenerse en textos de jurisprudencia o en mil y un detalles sobre los usos y costumbres de ese mundo aparte -y hasta cierto punto sofocante y mezquino- que es la alta judicatura de su país, por aquello –supongo- de hacer más verosímil la historia y asentar profesionalmente a su protagonista. Un material para el que consultó a especialistas en derecho, pero que, no obstante, casi nunca lastra el desarrollo de la trama. 

Pero más allá de este afán documental, creo en el fondo McEwan ha compuesto una alegoría. Una alegoría de la lucha entre razón y fe, o del conflicto entre la moral pública y las convicciones privadas, y de los efectos que tiene en aquellos que, como la jueza Maye, tienen que tomar partido. Y también, en un plano más íntimo, La ley del menor es una metáfora de la lucha entre la realidad y el deseo, entre lo que somos y lo que secretamente anhelamos, y que no nos atrevimos siquiera a decir en voz alta.

Hay ecos del Dublineses de James Joyce en ese final conmovedor de La ley del menor. En esa traca en forma de poemas y cartas adolescentes que quedan sin respuesta, y donde la debilidad se hace carne y un ser desnortado cree encontrar en la dama madura su razón de ser, a pesar de que todo esté en su contra. En fin, no sé si habrá sido una de las novelas del año, como han celebrado algunos, pero sí creo que McEwan vuelve a dejarnos una conmovedora indagación sobre nuestros miedos. Y también sobre los resultados (indeseados) de nuestros actos. Creo que vale la pena su lectura. 

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