Como en varias de sus últimas novelas (pienso en Sábado o Solar), la
protagonista de este libro es una persona con una notable carrera profesional a sus espaldas, sólidamente
instalada y hasta cierto punto feliz, pero en conflicto con su inteligencia, sus
sentimientos y sus miedos. Fiona Maye, jueza del Tribunal Superior de Justicia
de Inglaterra, una mujer que bordea los 60, sin hijos y que durante toda su
vida ha trabajado duro para subir en la judicatura, ve como su matrimonio se
desmorona. Su marido, Jack, profesor
universitario, le pide educadamente que le deje tener una aventura con una
joven, Melanie, a la vista de que el sexo ha desaparecido de la vida conyugal.
Al mismo tiempo –y este es el otro gran conflicto de la
novela-, Fiona recibe una solicitud de un hospital donde un joven testigo de
Jehová que tiene leucemia está a punto de perder su vida por negarse a recibir
una transfusión de sangre, siguiendo sus convicciones religiosas y las de su
familia. Antes de decidir sobre el caso, la jueza decide visitar al enfermo, un
chaval perspicaz, pero también ingenuo y romántico. De lo que pasa luego no voy
a contar más, por aquello de no estropear la lectura y romper la intriga, pero
sí diré que tendrá serias consecuencias en la vida de Fiona y en la del joven
Adam Henry.
La escritura de Ian McEwan es precisa y sobria, y da cuenta, hasta el
mínimo detalle, del paisaje emocional y físico de sus personajes y de los
cambios, por microscópicos que sean, que lo van alterando. Frente al desenfreno
y a la provocación que destilaron las primeras novelas de McEwan, se puede decir La ley del menor es una
obra de estructura bastante clásica y controlada, donde el autor va dosificando
los elementos hasta llegar al desenlace, como en una tragedia canónica. Muy premeditadamente el climax de La ley del menor tiene lugar en las tablas de un
escenario, a ritmo de la música de Mahler y de los poemas de Yeats.
Ian McEwan recurre al realismo y no duda en detenerse en
textos de jurisprudencia o en mil y un detalles sobre los usos y costumbres de ese mundo aparte -y hasta cierto punto sofocante y mezquino- que es la alta judicatura de su país, por aquello –supongo- de hacer más verosímil la
historia y asentar profesionalmente a su protagonista. Un material para el que consultó a especialistas en derecho, pero que, no
obstante, casi nunca lastra el desarrollo de la trama.
Pero más allá de este afán documental, creo en el fondo McEwan ha compuesto una alegoría.
Una alegoría de la lucha entre razón y fe, o del conflicto entre la moral
pública y las convicciones privadas, y de los efectos que tiene en aquellos
que, como la jueza Maye, tienen que tomar partido. Y también, en un plano más
íntimo, La ley del menor es una metáfora de la lucha entre la realidad y el deseo, entre lo que
somos y lo que secretamente anhelamos, y que no nos atrevimos siquiera a decir
en voz alta.
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