lunes, 10 de febrero de 2014

Periodismo a la deriva



A propósito de la lectura de Memorias líquidas, de Enric González



Hace no mucho Lluís Bassets, periodista de El País, publicó un librito de título sugerente e inquietante, El último que apague la luz, que adelantaba el duro trance que nos aguarda a los periodistas con la imposición de los formatos digitales y sus inciertos modelos de negocio. En los últimos tiempos, han sido muchos los que se han dedicado a analizar el futuro de la profesión en un mundo dominado por Google y donde se impone la cantidad (y la rapidez) a la calidad. Hace unos años, David Simon, en la excepcional quinta temporada de la serie The wire, también abría en canal la profesión valiéndose de la peripecia de los periodistas del Baltimore Sun, unos chicos con todo en contra para hacer una buena y trabajada información, por las prisas que impone Internet, por el afán de protagonismo de los redactores (el Pulitzer fuerza a los periodistas en Estados Unidos a inventarse las historias) y por la imposición del criterio empresarial como principal vara de medir la excelencia de un medio.

Memorias Líquidas, de Enric González, es otro libro sobre el estado de la profesión, aunque está escrito en primera persona y muchas de sus páginas son en realidad un ajuste de cuentas con la dirección de El País, donde trabajó 30 años. Los libros de Enric González acaban demasiado pronto. Es una pena porque están dominados por una inteligencia elegante y sincera. Hoy es fácil encontrar en las librerías sus libros: tres o cuatro volúmenes de crónicas (desde Londres, Roma o Nueva York, ciudades en las que fue corresponsal). Todos ellos nos dejan con la miel en los labios. González lanza dardos certeros, pero no se recrea. Escribe libros como durante más de tres décadas escribió sus artículos, sin una línea de sobra.

Estas Memorias líquidas son una pequeña crónica de su vida profesional, desde que empezó en La hoja del lunes de Barcelona a mediados de los setenta, siguiendo el consejo de su padre, porque él quería ser veterinario, hasta su cantada salida de El País en el ERE de 2012, cuando ya era pública y notoria su oposición a la gestión de Juan Luis Cebrián, el mandamás de Prisa. Ante de empezar con los chascarrillos de El País, el libro habla de un mundo que existió, pero que ya es leyenda, el de las redacciones de los años setenta y principios de los ochenta, tan llena de profesionales borrachuzos y crápulas del tardofranquismo, pero ya empezaban a estar controladas por los nuevos reyes el mambo, por los delfines del pujolismo en Cataluña o por el emergente partido socialista en Madrid.

Estas mini-memorias rehúyen la complacencia que durante tantos años manifestaron los periodistas de El País o de los que han estado cercanos a aquel proyecto, el más influyente del periodismo español en las últimas cuatro décadas, todo hay que decirlo. González nos habla del tiempo en que la redacción del periódico de Polanco era el centro del mundo y un modelo a seguir, pero también de cómo el tiempo, la inercia, la endogamia y los errores de gestión fueron socavando su futuro. A muchos les interesarán los episodios en que cuenta sus desencuentros con la dirección del periódico. Desde la primera (y premonitoriamente fría) reunión con Cebrián, cuando le fichó para el periódico, a principios de los ochenta, a los encontronazos con el actual director, Javier Moreno, cuando los dardos de sus columnas eran rechazados y censurados sin miramientos y rubor por la dirección.

Reproduzco un párrafo del libro que me llamó la atención, y que habla de la incapacidad que sagaces y experimentados periodistas, curtidos en mil batallas, manifiestan para ver los cambios que se están produciendo ante sus narices y que están acabando con la profesión que tanto les ha enganchado. El exceso de confort, la cercanía al poder político y económico, la lejanía con los lectores y con la calle, la burocratización, la inercia… son males que, junto al cambio tecnológico, han dejado en trance de muerte al periodismo, y El País donde González pasó tres décadas no ha sido una excepción. Creo que es un cuento que nos podemos aplicar los que seguimos (cada vez somos menos) ganándonos la vida como periodistas.




“Si se introduce una rana en una olla de agua fría y se calienta el agua poco a poco, la rana no hará nada por escapar. Se habituará al ascenso de la temperatura. Y acabará hervida. En El País fuimos ranas. Supimos que muchos de nuestros compañeros eran desplazados hacia empresas de nueva creación como antesala de la calle, pero apenas rechistamos. Nos acostumbramos. Asistimos a la reducción de las tarifas pagadas a los colaboradores hasta convertirlas en un chiste (entre 20 y 50 euros por una crónica larga y bien trabajada), pero nos pareció casi normal porque la prensa estaba en crisis. Nos acostumbramos. Acompañamos en el sentimiento a periodistas muy buenos que fueron arrinconados y despedidos por participar en huelgas o no mostrarse sumisos ante los jefes y luego seguimos a lo nuestro, porque para eso nos pagaban. Nos acostumbramos a eso. Y a compartir redacción con periodistas jóvenes que no podían ni soñar en ser mileuristas. Y a recibir y aceptar amenazas de la dirección si no firmábamos una crónica. Nos acostumbramos”.  

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PS: Una pega. El precio del libro de Enric González, publicado por el excelente magazine cultural JotDown,  es de 24 euros. Demasiado para unas minimemorias que se leen en dos ratos.    


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