jueves, 8 de septiembre de 2016

Una novela fallida



A propósito de 'La tierra que pisamos',
de Jesús Carrasco

Me emocionó la novela Intemperie, el debut literario de Jesús Carrasco hace un par o tres de años. Una fanfarria de expertos en marketing acompañó la aparición de aquel libro, que adquirió dimensiones planetarias desde un primer momento, y yo suelo desconfiar de los lanzamientos a bombo y platillo. Sin embargo, Intemperie revelaba a un escritor exigente y, en varios sentidos, contracorriente. Intemperie, que para unos recordaba al mejor Delibes y para otros se emparentaba con la literatura descarnada de Cormac McCarthy, era un prodigio por la depuración y fuerza del lenguaje y por la historia subyugante de supervivencia que nos contaba. En un lugar y en un tiempo bastante indeterminado, un niño desvalido era perseguido por un alguacil sin escrúpulos sin que llegáramos a saber muy bien por qué. Y en esas, el niño se topaba con un cabrero con el que establecerá una distante pero creciente sociedad, una amistad silenciosa destinada a llenar el agujero emocional de la orfandad.

Con muy pocos elementos, y tras un ejercicio de poda ejemplar, Carrasco lograba construir un relato que cautivaba por lo opresivo, pero también por su desbordante humanidad. La peripecia del joven protagonista para salvar su pellejo en las áridas tierras que recorre, un escenario terminal castigado por una sequía bíblica, daba lugar a una historia de soledades y miedos atávicos destinada a permanecer en el recuerdo de muchos lectores una vez terminado el libro.

Con estos antecedentes y con las expectativas muy altas comencé a leer la segunda novela de Carrasco, La tierra que pisamos. Sin embargo, aquí no se repite la emoción ni la congoja de Intemperie, a pesar de narrar también una historia de supervivencia en medio del caos y la barbarie. Si desde la primera línea de Intemperie uno se ponía del lado del chico que corre hasta la extenuación y arriesga su vida con tal de no ser descubierto por el malvado alguacil, en esta novela cuesta compartir los padecimientos y zozobras de unos personajes que también deambulan por un escenario opresivo.

A principios del siglo XX, España es parte de un imperio que se extiende por Europa y buena parte de África. En un pueblo extremeño donde viven retirados las élites militares de ese imperio, la anciana Eva Holman cuida de su esposo, coronel sanguinario en otro tiempo. En el jardín de su casa se encuentra Holman un buen día a un pordiosero, Leva, un hombre devastado y mudo que despierta la compasión y la curiosidad de la mujer, a pesar de que eso no sea del agrado de las estrictas autoridades militares que custodian el pueblo. A partir de ahí, Holman nos cuenta en primera persona los sentimientos que le despierta el desharrapado y, al hilo de sus pesquisas para saber quién es, conocemos la historia de explotación y barbarie sobre la que se sostiene ese imperio al que su marido sirvió tan fielmente.

Otra vez estamos ante una historia extrema, de esas que en teoría nos pondrán los pelos de punta, con elevadas dosis de humillación y con pasajes de un tremendismo que, paradójicamente, neutralizan el poder evocador de la injusticia que relata. Y otra vez estamos ante un escritor con un excelente manejo del idioma. Sin embargo, nos cuesta entender el boquete de perplejidad que viene a despertar en Eva Holman la aparición del desgraciado Leva. Cuesta entender la fascinación que despierta el uno en la otra. Tampoco me llego a identificar con el miserable, a pesar de que se nos informa de que ha aguantado con ilimitado estoicismo infinidad de calamidades y vejaciones en un campo de trabajo que más bien parece de exterminio.
Otra vez Jesús Carrasco vuelve a demostrar el poder luminoso de las elipsis y los saltos temporales. Pero ya no nos pone el corazón en un puño a medida que avanza la narración porque ésta no fluye. La historia terminal del vagabundo de oscuro pasado y que siempre está a punto de perecer no avanza. Curiosamente, el estatismo físico de los personajes -Leva apenas puede ponerse en pie y los años también han restado energías a Eva- acaba contagiando el propio relato, que se hace reiterativo y previsible porque la voz de la narradora adelanta mucho de lo que va a pasar y neutraliza el factor sorpresa. Carrasco no reedita la tensión dramática de Intemperie porque el destino del esclavo no guarda muchos secretos. En su lugar, el escritor extremeño está más interesado en dar cuenta de las zozobras existenciales de una anciana que después de tantos años de forzada fidelidad conyugal se quiere rebelar contra el sistema.

Aunque el estilo y la escritura de Carrasco vuelven a ser contundentes, La tierra que pisamos no llega a funcionar como relato y tampoco llega a convertirse en la epopeya humana que se presagia en las primeras páginas, en otro capítulo en la lucha de la civilización contra la barbarie.


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