martes, 29 de marzo de 2016

En el taller de Miró



En su taller, el aclamado Joan Miró siempre coleccionó todo tipo de objetos aparentemente inservibles y banales: figuritas de pesebre, piezas de artesanía folclórica, de esas que uno puede encontrar en cualquier tienda de souvenirs, juguetes, dibujos infantiles, huesos, piedras o trozos de metal. Desde la década de los años 20, y hasta su muerte, el taller de Miró se llenó de materiales de derribo.

Pensaba Miró que cada mota de polvo contenía el alma de alguna cosa maravillosa y, guiado por ese panteísmo militante y tenaz, se prohibió cualquier desperdicio. Miró siempre se dejó llevar por el magnetismo de los objetos, pero no el de las piezas sofisticadas, pulidas y caras que acaso le llegaban de admiradores de todo el mundo, sino el de las cosas sencillas que veía a su alrededor: un platillo de acero elaborado por campesinos, un balón de fútbol, un zapato, un cuenco para tomar la sopa, un cartón de huevos, una caja de madera para almacenar o transportar botellas de vino o cualquier pedrusco informe en busca de cincel. Cosas que en sus manos cogían un vuelo insospechado y acababan formando parte de extrañas y sugerentes combinaciones escultóricas, o que revestía de los cromatismos puros, perfectamente delimitados y provocadores con que los niños acaban sus dibujos.

Casi todo valió a Miró para declarar la guerra a la pintura oficial, a la figuración realista que era norma en los museos o que contaba con la aceptación de la mayoría. Su interés por los objetos domésticos ya está en sus primeras naturalezas muertas de 1916, que un tanto recuerdan a las de Cezanne, pero que también dejan entrever su adhesión al cubismo. A finales de los años 20, Miró había asumido plenamente su propósito de “asesinar la pintura”. Sus cuadros de la época son figuras tachadas, emborronadas como las de un niño que se desespera, y que simbolizan su renuncia al arte oficial que, paradójicamente, le iba a encumbrar.



Los collages le permiten acercarse al lenguaje enigmático y primitivo de las pinturas rupestres o de los dibujos infantiles. A partir de la década de los 30 empieza a incorporar a sus cuadros materiales inusuales que volvían cuestionar las convenciones de su mundo artístico. Fibrocemento, conglomerados, alquitrán y arenas para volver a proclamar la antipintura. 

Ahora, en el CaixaForum de Madrid, se puede hacer el recorrido de la obra de Miró por los objetos, en una exposición que estará abierta hasta el 22 de mayo. En un momento de la misma uno se topa con dos cuadros adquiridos por el artista en algún mercadillo. Son representaciones banales de una campiña y de unas gráciles bailarinas, de esas que cuando éramos niños encontramos presidiendo cualquier salón de casa, con el acabado del indefectible marco de madera dorada con florituras en los ángulos. Miró sobrescribe los gestos de las bailarinas con trazos esquivos que en algún caso desbordan el límite del lienzo, o emborrona, como un niño enfadado, la imagen pastoril con tinta roja, para reivindicar otra vez la muerte de la pintura.

En 1974, Miró presenta más de 150 obras realizadas expresamente para una gran retrospectiva que le dedicarán en el Gran Palais de París. Parte de esa producción, donde vuelve a desplegar su espíritu más iconoclasta, también se puede ver en el CaixaForum de Madrid. Como el cuadro quemado que, suspendido del techo, domina la sala principal de la exposición. Miró reinventaba la pintura a base de fuego o rasgando el lienzo con una cuchilla, quizá para invitar al espectador a mirar más allá o a simplemente preguntarse sobre lo que había más acá. En una esquina de esa misma sala del CaixaForum que acoge la muestra Miró y el objeto se puede contemplar un marco sin lienzo del que cae un bolita de aluminio que se convierte en protagonista del espacio vacío dejado por la pintura. Otra vez, la antipintura, o el objeto supuestamente banal convertido en estrella.





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