lunes, 9 de julio de 2012

Edward Hopper en el Thyssen





En las salas refrigeradas del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid uno se da cuenta de que Hopper es mucho más que un icono de la cultura norteamericana. A pesar de su que su Nighthawks o Noctámbulos está estampado en millones de tazas de café de la cadena Starbucks, Hopper va más allá de esos artistas que, por estar en todos sitios o tener cientos de imitadores (y admiradores) en todos los terrenos del arte, se han incrustado en el paisaje físico y emocional de Occidente, pero a costa de quedar –de tan presentes- vacíos de sentido.

La exposición que le dedica el museo de la baronesa es bastante ambiciosa (más de 70 cuadros, aunque echo de menos el enigmático New Yok Movie) y muestra al observador melancólico de la gran ciudad, pero también a un pintor fascinado por la luz y el paisaje y a un creador de audaces encuadres (Casa al anochecer, 1935). 

Hopper es uno de los primeros artistas estadounidenses que superan el complejo de inferioridad que sus paisanos tenían frente al (gran) arte europeo. Por la misma época que la agitación de la ciudad de los rascacielos fascinaba a García Lorca y a los modernos, Hopper ya hacía el viaje de vuelta. El joven Hopper regresa de Europa, del París bullicioso y encantador de los impresionistas, y encuentra el material de su obra en el mundo sin glamour que dejó atrás en su infancia. Nos presenta un Nueva York masivamente urbano, un bosque de edificios y estructuras metálicas, sí, pero extrañamente silencioso y despojado. En sus visiones desde los altos del puente de Williamsburg, desde un andamio o desde el paso elevado de un tren o una autopista, la mirada que aplica es ascética.

Se dice que es un pintor de la soledad y la ausencia. Ya en las primeras escenas de París, alrededor de Notre Dame o en el Sena, los paisajes están despojados de presencia humana. En 1913 pinta una esquina de Nueva York donde los escasos transeúntes que pasan por delante de un espectáculo avanzan como una marcha fúnebre. Se suceden las hileras de bloques de apartamentos o las visiones horizontales de acomodadas casas victorianas, pero sin rastro de sus moradores.

Sin embargo, uno de sus grandes intereses está en el tiempo, y en su principal derivada pictórica, la luz. Uno de los primeros cuadros con los que uno se topa en la exposición del Thyssen-Bornemisza de Madrid es el detalle de una escalera semioscura en París. Hopper, que está formándose como pintor, adelanta en ese cuadrito que no es mucho más grande que un folio los grandes temas que le iban a ocupar en su madurez. Hopper es un pintor de la luz y la sombra geométrica y opaca que caen sobre el asfalto de la ciudad y sobre esos jardines vallados tan del gusto de la costa este, o que se cuelan en esas oficinas y estancias desnudas donde el tiempo parece detenido. 

La presencia humana solo está sugerida en muchos de sus cuadros. En ocasiones, alguien, enmarcado por el quicio de una ventana, nos mira desde la lejanía con el fin último de evitar la despersonalización total de la pintura, con el propósito de dar el mínimo contrapunto emocional a una visión ascética del mundo y de la vida. Observando los cuadros de madurez de Hopper exhibidos en el Thyssen-Bornemisza, uno no puede dejar de preguntarse quién habitó esas casas, quiénes empujaron tantas mañanas esas puertas camino a su trabajo y se aliviaron del calor húmedo de la coste este en la penumbra del porche que ahora se nos presenta desierto. ¿Quiénes son los Lombard o los Abbot cuyas casas tanto interesaron al artista, o esa Marty Welch que también tuvo la suerte de quedar inmortalizada porque su domicilio, no sabemos muy bien por qué, llamó la atención de Hopper?

En su última época, Hopper por fin empuja la puerta de esas arquitecturas que a sus paisanos resultaban tan anodinas, y nos muestra a esos seres que antes, reconcentrados o distraídos, nos miraban desde la lejanía. Pero Hopper sigue sugiriendo, dando pistas, nunca conclusiones. Una oficina o una habitación de hotel se convierten en testigos silenciosos de una rutina, un drama o un momento de goce que no se nos revelan del todo.



Sus cuadros más íntimos, como Habitación de hotel, de 1931, son una historia apenas esbozada. Queremos saber qué lee esa chica sentada al filo de la cama y con las maletas a medio deshacer: ¿Será una carta de amor, el diagnóstico de un médico que cuesta aceptar, la noticia de la muerte de ese padre al que lleva tanto sin ver o simplemente una factura onerosa que esta a punto de romper su precaria economía?


En Hotel junto al ferrocarril, de 1952, la protagonista es una pareja madura. Él fuma un cigarro con aire distraído. Ella lee un libro al fondo de la habitación. Uno intenta otra vez darle continuidad narrativa al conjunto: ¿De dónde viene esta pareja? ¿a dónde van? ¿qué les retiene en esa austera habitación donde tal vez el estruendo de las locomotoras esté rompiendo el silencio que le suponemos a la escena? Con los cuadros de Hopper uno no tiene mas remedio que implicarse y buscar sentido más allá de lo visible.


No es de extrañar que su pintura tuviera en esos momentos y en las décadas siguientes tanta repercusión en el cine. Pienso en directores como Malick y Mamet, que han convertido la derrota en protagonista, pero también en creadores de atmósferas como Ridley Scott o Sam Mendes, o en maestros de la elipsis como Terence Davis o Aki Kaurismaki, o en el mismo Hitchcock, que llegado el momento se obstina en mostrar la endeblez del sueño americano (¿quién puede evitar pensar en Psicosis cuando tiene en frente La casa junto a la vía del tren, de 1925?).

Se suele decir que Hopper materializa en sus lienzos la soledad del hombre moderno, ese que, por más que viva en ciudades atestadas y en bloques que se asemejan a colmenas, es incapaz de comunicar o prefiere guardar distancia. Sin embargo, ¿quién nos asegura que esos hombres y mujeres de Hopper, lejos de sufrir el ostracismo u optar por la autoexclusión, no están simplemente disfrutando del momento, quizá una rutina añorada o un instante de sosiego inesperado?

Intuyo que es gozo lo que experimenta esa chica que en Manaña en la ciudad (1944) calienta sus muslos con la luz mañanera que entra en su habitación al tiempo que contempla los tejados desde su ventana o quizá otea para descubrir un trozo azulado del Hudson que se cuela entre las torres de apartamentos. Quizá el mismo sentimiento que embarga al empleado de gasolinera que es perturbado por su mujer en Autovía de cuatro carriles (1956) mientras observa la puesta de sol o mira con desgana a un coche que se acerca para repostar. 



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