A propósito de la representación en Madrid de
'Cartas de amor', de A. R. Gurney
15
años. O lo que viene siendo, para que perciban la longitud, más tiempo del que
marca la escolaridad obligatoria en España. Eso es lo que ha tardado Julia
Gutiérrez Caba en volver a representar una obra de teatro. Que no en subirse a las
tablas: hace un par de años apenas nos alivió las ganas de verla leyendo textos
de Santa Teresa en un bello proyecto para fomentar la lectura de nuestros
clásicos llevado a cabo por la Real Academia de la Lengua, y que entre otros
genios incluía a la de Ávila. La Caba leía a la Santa y el público veía a
Teresa. Apenas una hora le bastaba a la dama del teatro para transmutarse en la
doctora de la iglesia o en la mujer rebelde que puso patas arriba la orden
carmelita. Así de sencillo y así de espectacular. Magia teatral.
Ahora,
con Cartas de amor, del estadounidense A. R. Gurney, la Caba recuerda que es
la mejor actriz de teatro que ha parido este país. Le pese a quien le pese.
Durante los tres lustros que han transcurrido desde la última representación de
su increíble Madame Raquín, de Zola, en 2001, ella ha explicado que ya no
contaba con la energía suficiente para encarar todo lo que supone, día a día,
ensayar y, posteriormente, subirse a un escenario para dar vida a un personaje.
Sin embargo el milagro ha llegado en forma de un montaje que le viene como
anillo al dedo a un genio, como ella, que es capaz de recrear un personaje a
través de la lectura de unas cartas.
Porque la obra se basa en la historia de
amor de una pareja a lo largo de 50 años narrada únicamente a través de su
correspondencia epistolar: ella es Melissa Gardner, una mujer rica, rebelde,
alcohólica y divorciada, y él, Andrew Makepeace, un hombre de clase media,
trabajador, responsable y tradicional, que es “leído” por un genial Miguel Rellán,
que no se achanta ante la dama.
¿El
montaje? Tan espartano como un sillón enorme en el que sentados cada uno de
ellos en uno de sus extremos van leyendo (sí, leyendo) las cartas que se van
enviando a lo largo de toda una vida. Perfecto para la “falta” de energía de la
Caba. Y perfecto también para su talento. Sin moverse, sin dar un paso, sin
hacer un aspaviento, Melissa cobra vida en su voz. Y crece en su entonación. Y
se cansa en su mirada. Y llora en su modulación. Y a través de su lectura la vemos
soñar, madurar, perder, beber, pintar, gritar y reír… vivir, en definitiva;
todo un carrusel de emociones provocadas por una señora que permanece sentada
casi dos horas y que lee… Sin leer. Y, el público, en el patio de butacas,
pendiente hasta de sus silencios. Que en la Caba también hablan.
Es
la magia del teatro y la magia de esta dama que siempre se ha revestido de la
humildad de los grandes. “No soy buena actriz” decía en el arranque de su
carrera, abrumada quizás por ser miembro de una saga que ha hecho grande el
oficio de los “cómicos”. Sin pancartas, eso sí, y sobre todo desde las tablas.
“Me queda mucho por aprender” dice, ahora, con 83 años, manteniendo incólume su
elegancia. Ella es el teatro. Sin más. Ojalá concedieran a algunos el Nobel de
la inmortalidad.
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