viernes, 2 de marzo de 2012

Non fiction novel




A propósito de las Historias de Ignacio Martínez de Pisón


De adolescente uno siempre pensó que la literatura con mayúsculas debía ser un torturante ejercicio de solipsismo. Para dar cuenta del desgarro que produce el paso del tiempo, la angustia de la existencia o la contrariedad del amor. El autor total era el que creaba un universo a partir de sus miserias. Así, uno se hizo sin querer, en esos tiempos de iniciación, un entusiasta de Unamuno, de Camus, de Bukowski o de García Márquez, que se inventa un mundo emocional y físico él solito.

Luego uno se da cuenta que la literatura puede ser algo más (o menos, según se mire). Ese solipsismo tan seductor de la adolescencia lectora se vuelve una limitación. Es verdad que el mundo cabe en una triste habitación de hotel, pero uno sospecha que más allá de esas cuatro paredes, ahí fuera, en la sociedad y en la vida, hay mucho material para un buen libro. Truman Capote es un buen ejemplo. En A Sangre fría, donde eleva el periodismo a género mayor, su ombligo pinta mucho menos que el de los asesinos Dick Hickock y Perry Edward Smith, o que el de los cuatro miembros de esa familia que nada más empezar el relato se ventilan en un pueblito de Kansas.


Todo esto me vino a la cabeza unos días atrás mientras escuchaba a Ignacio Martínez de Pisón en la Fundación Juan March. En una novela de juventud de la que reniega, Martínez de Pisón se sorprende escribiendo sobre la peripecia sentimental de unos jóvenes durante el 23-F, pero sin hacer referencia a la España convulsa de la Transición. Ese alejamiento escama hasta tal punto al autor que, a partir de ahí, da un giro y, poco a poco, la realidad y la Historia (con mayúsculas en muchos casos) empiezan a contaminar ese discurso más íntimo de amores contrariados y disputas paterno filiales.


En Carreteras secundarias, Martínez de Pisón empieza esta maduración. “La realidad te da más material que la más potente imaginación”, decía. Aquella road movie protagonizada por un adolescente solitario y un padre con aires de perdedor que viajan a la deriva en un Citroën Tiburón, su única propiedad, sirve al novelista para airear dramas personales, pero también para dar cuenta de lo que fue este país contradictorio en el último franquismo. Más tarde, en El tiempo de las mujeres nos trae la historia de tres hermanas que tienen que responder al duro golpe, relatado en las primeras páginas, que supone la muerte de su padre. Otra vez, Martínez de Pisón trasciende el drama familiar para simbolizar una sociedad que busca su madurez y que tiene que empezar a caminar sola después de décadas de dictadura.



Sin embargo, su novela más histórica y menos “personal” llega un poco más tarde. Enterrar a los muertos está basada en un hecho real. Wikipedia dixit: el célebre asesinato de José Robles Pazos, republicano convencido y traductor, y su investigación por parte del novelista John Dos Passos, de quien Robles había traducido al español Manhattan Transfer. Robles, que no dudó en julio de 1936 en ponerse al servicio del gobierno republicano, fue detenido en Valencia por los servicios secretos soviéticos y desapareció sin más explicaciones. Dos Passos no supo de su asesinato hasta abril de 1937, cuando se encontraba en España colaborando en un documental de propaganda republicana. Empeñado en averiguar la verdad, chocó contra una tupida conspiración de silencio y mentiras. Para los mitómanos, hay que decir que el episodio arruinó la relación de Dos Passos con Hemingway.

“Con esta novela me di cuenta de lo fácil que es hoy investigar las cosas. Los archivos están abiertos y la gente dispuesta a contarte cosas”, contaba el novelista para quitarle importancia a la que muchos consideran su mejor novela (o mejor, a lo Capote, non fiction novel). Una curiosidad: una de las mayores revelaciones para Martínez de Pisón llegó cuando los documentalistas de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, donde había dado clases el malogrado Robles, le enviaron, en respuesta a un e-mail, un sobre con toda su correspondencia, al precio, eso sí, de 10 centavos por hoja en concepto de gastos de impresión. Adiós al mito del novelista atormentado que vive literariamente de su propio drama. Aquí el drama viaja en paquete de Fedex y lleva membrete universitario y la firma de una aburrida funcionaria.

En Enterrar a los muertos, el novelista se quita literalmente de en medio y deja que sea la realidad y el hilo de la investigación la que hagan avanzar el relato. Otra vez Capote. Es algo parecido a lo que se ha podido ver últimamente, y con buenos resultados, en Cercas (Anatomía de un instante) o en Isaac Rosa (El vano ayer). “No podía hacer novelería de algo tan serio y grave como lo que había pasado a Robles y a su familia”, decía Martínez de Pisón en la Juan March. 

Dos de sus últimas novelas -Dientes de leche y El día de mañana- me parecen interesantes por un motivo: Martínez de Pisón huye de algunos lugares comunes de la novelística de la guerra civil y del franquismo y rescata episodios olvidados del lado de los vencedores. Como hiciera Cercas en Soldados de Salamina, rompiendo un tabú en autores supuestamente de izquierdas, Martínez de Pisón encuentra materia novelesca de altura en el lado fascista, y lo hace sin sonrojos y sin pedir disculpas. En El día de mañana, el protagonista es un soplón de la Brigada Político Social. En Dientes de leche, el centro del relato es Raffaele Cameroni, un italiano que llega a España en 1937 para luchar como voluntario en el bando franquista. Como recordaba el otro día en el abarrotado salón de actos de la Juan March, donde doscientas personas –muchas ancianas- le escuchaban con atención, las Brigadas Internacionales movilizaron a 30.000 combatientes, pero los fascistas italianos llegaron a 80.000. “De unos se ha escrito muchísimo, de los otros no se escribió nada”. En esas andamos.    

En cualquier caso, la huida de Martínez de Pisón de “lo literario” (¿por qué será que siempre que escribo este adjetivo pienso en Ruiz Zafón?), y su interés cada vez mayor por la Historia, por el testimonio de sus protagonistas y, en general, por la sociedad española de los últimos 50 años, no impiden que sus páginas estén llenas de sutilezas que dan cuenta de las tragedias humanas y familiares que siempre nos han interesado, desde el tiempo de los griegos. Sus personajes trascienden su intimidad e iluminan aspectos poco transitados de la historia de este país en el último siglo. Era, en su opinión, una exigencia moral.




jueves, 23 de febrero de 2012

La sombra alargada de Keynes





A propósito de La economía del miedo, de Joaquín Estefanía


Joaquín Estefanía es capaz de contar de forma amena y comprensible lo que está ocurriendo al mundo complejísimo y oscuro de la economía y las finanzas, lo que no es poco en un país como el nuestro, tan dado a la pereza mental y al cliché, y tan falto de divulgadores competentes. Desde sus primeras páginas, La economía del miedo tiene el pulso de un libro de combate o de denuncia. No tanto en la línea de los celebrados panfletos de Stéphane Hessel (Indignaos) o de José Luis Sampedro (Reacciona), y sí en la del discurso de la película Inside Job, donde el desenmascaramiento de la realidad se apoya en un reportaje periodístico contundente, discutible si se quiere, pero serio y rico en fuentes.

En el primer capítulo, que da título al libro, Estefanía analiza el miedo paralizante que, en su opinión, se adueña de una sociedad al borde del abismo económico y que es alentado desde el poder. No son los temores tradicionales a la muerte, el infierno o la enfermedad, sino a esos mercados “que tienden a reducir los beneficios sociales y las conquistas económicas del último medio siglo; miedo a quedarnos sin ese bien cada vez más escaso que se llama trabajo, a reducir nuestro poder adquisitivo, al subempleo, a la marginación económica y social”.

Después, Estefanía baja el tono y elabora un extenso reportaje de 300 páginas sobre las crisis que han asolado la economía mundial desde la Gran Depresión a la Gran Recesión de nuestros días. El crack del 29 y la crisis que se origina en 2007 con las hipotecas subprime centran la atención, pero también la caída de los tigres asiáticos a finales de los noventa, la burbuja japonesa, la suspensión de pagos de México a principios de los ochenta, la “contabilidad creativa” de Enron o Woldcom o la crisis del rublo son casos expuestos con ánimo pedagógico.  



Por encima de eso, el trabajo del periodista de El País es una denuncia de los desmanes del neoliberalismo que se ha impuesto en el mundo desde principios de los ochenta con Thatcher y Reagan, que ha primado la desregulación de los mercados y ha tenido como consecuencia un alejamiento del sector financiero de la economía real productiva y de las expectativas de ciudadanos y gobiernos. Estefanía denuncia que siempre hayan sido los estados y las políticas keynesianas los que han tenido que enmendar la plana al capitalismo en su versión neocon. La figura del economista inglés sobrevuela gran parte de libro.   

La economía del miedo suscita muchas preguntas (sobre el papel de la economía y de los economistas, sobre el equilibrio democracia-capitalismo, sobre la corrupción como motor del sistema…), pero sobre todo se cuestiona –en línea con lo que se plantea estos días en los centros de poder de este país y del viejo continente- si lo más conveniente para salir del marasmo económico son las políticas de austeridad y recorte. Estefanía recuerda que, paradójicamente, el país que desencadenó la crisis y que es adalid de la desregulación, Estados Unidos, ha seguido inyectando dinero en el sistema como vía para enderezar la situación y reducir una tasa histórica de desempleo. Solo el episodio de la caída de Lehman Brothers respondió a ese principio tan liberal de que “cada palo aguante su vela”, y políticos tan dispares como Bush Jr. y Obama han recurrido sin rubor a planteamientos keynesianos.     

Marx, Keynes, Galbraith, Stiglitz, Krugman, Amartya Sen... El libro de Estefanía nos pone sobre la pista de una buena parte de la mejor literatura económica de los últimos 150 años. La pena es que el aparato teórico que saca a relucir no es ni mucho menos completo. Estefanía rehúye la confrontación y el diálogo con la tradición liberal. Las referencias a economistas y pensadores “de la otra orilla” son más bien escasas. Tan solo se detiene brevemente en las figuras de Schumpeter y de Friedman. 


Es el punto débil de este largo relato periodístico, que aporta mucha y valiosa información, pero que no llega a dar voz a todas las partes.  La economía del miedo está lastrado por ese deseo del autor de confrontar cada episodio de la historia económica reciente con la tesis de partida: la injusticia histórica que supone que el “capitalismo de amiguetes” haya sido rescatado una y otra vez por los poderes públicos sin que nadie parezca haber aprendido la lección.    

A la vista de lo acontecido en las últimas décadas, Estefanía no se despide con buenas noticias: “Desde principios de los noventa hay dos características en el sistema que sobresalen por encima de las demás: la acumulación de crisis cada vez más frecuentes (con mayor cadencia y velocidad) y más profundas (con mayor capacidad de contagio por amplias zonas geográficas); y la financiarización de la economía, que consiste en que lo financiero es preponderante en los acontecimientos, y lo productivo o industrial es subsidiario”.
  
En fin, La economía del miedo es un libro interesante, bien escrito, ágil y ameno –Estefanía recurre con frecuencia a la literatura, el cine o el arte para reforzar sus planteamientos-. El autor hace un buen ejercicio de síntesis y de divulgación para iluminarnos sobre temas extremadamente complejos. Pero, como dije antes, conviene leerlo con cierta prevención, pues Estefanía es un keynesiano convencido y eso se nota en cada línea de su trabajo.    


La economía del miedo
Joaquín Estefanía
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores
348 páginas
19,95 euros





sábado, 11 de febrero de 2012

Ecologismo o barbarie




A propósito de la Pentalogía de la autocontención, de Jorge Riechmann


Comentábamos hace poco en este mismo blog las propuestas que nos ofrece Jeremy Rifkin para superar las amenazas que la futura escasez de combustibles fósiles y los graves problemas ambientales existentes suponen para nuestra civilización.  Rifkin, recordemos, propone un modelo basado, por un lado, en la esperanza de una sociedad más abierta y participativa y, por otro, en la popular confianza en las ilimitadas posibilidades de la ciencia y la técnica para superar las dificultades globales a las que nos enfrentamos.

Un punto de vista radicalmente distinto al defendido por Rifkin (al menos en lo referente a la fe tecnológica) es el que postula Jorge Riechmann, otro polifacético e hiperactivo autor, en este caso español, y por tanto, mucho menos mediático. Riechmann, a punto de cumplir los cincuenta, es actualmente profesor titular de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid. 

En su interminable currículo se cuentan estudios de Matemáticas, Filosofía, Literatura alemana y Ciencias Políticas (disciplina en la que es Doctor), no menos de dos docenas de libros de poesía, varios de ellos premiados, traducciones de dramaturgos alemanes como Heiner Müller y poetas franceses como René Char (su traducción de Indagación de la base y la cima, fue galardonada con el Premio Stendhal en 2000), un sinnúmero de artículos y de participaciones en simposios, congresos y mesas redondas y una larga lista de ensayos, muchos de los cuales indagan en lo que podríamos definir como ecología social y sus implicaciones filosóficas, políticas, económicas y morales. Una buena forma de conocer  el pensamiento y las motivaciones del autor se encuentra en su blog: http://tratarde.wordpress.com/

La  Pentalogía de la autocontención está compuesta (no pretende ser necesariamente un oxímoron) por las 1.700 páginas de los libros Un mundo vulnerable, Biomímesis, Gente que no quiere viajar a Marte, La habitación de Pascal y Todos los animales somos hermanos, todos ellos publicados en la interesantísima editorial Libros de la Catarata. La Pentalogía constituye una concienzuda y detalladísima defensa del pensamiento “ecosocialista”, al que representa Riechmann, y puede leerse como un amplio tratado de los fundamentos lógicos y filosóficos en los que se apoya el movimiento ecologista para oponerse al modelo de desarrollo económico que nos guía. Constituye, por lo demás,  una interesantísima fuente de reflexiones sobre sostenibilidad ambiental  y social.  





Riechmann, cómodamente asistido por su abrumadora erudición, que le permite citar con igual soltura a autores “clásicos” del ecologismo como Ayres o Goergescu-Roegen, a sociólogos como  Bowles, Gintis o Giddens y a grandes pensadores universales como Habermas o Castoriadis,  argumenta prolijamente que, siendo finito nuestro planeta, no podemos pretender que nuestros apetitos y deseos sean infinitos, porque ello conducirá a la autodestrucción de la sociedad tal y como la conocemos y a la ruina ecológica de la Tierra.  

Podríamos plantear el dilema al que nos enfrenta la Pentalogía, y el movimiento ecologista en general, en los siguientes términos: ¿es posible que una mayoría mantenga, o consiga, un modo de vida razonablemente complejo y cómodo y, simultáneamente, reducir drásticamente el consumo mundial de materia y energía a fin de evitar una crisis ecológica global?

Riechmann responde afirmativamente,  si bien se opone frontalmente a esa grata idea de desarrollo sostenible que se basa en que la solución para seguir viviendo “igual de bien” sin afectar seriamente al planeta consiste en la adopción de sistemas ecológicos en nuestros coches y en nuestros aparatos de aire acondicionado. Por el contrario, para Riechmann, “desarrollo sostenible quiere decir vivir bien sin coche y sin aire acondicionado”, en un mundo de ritmo mucho más lento bajo una economía planificada, donde se diluya el efecto pernicioso de nuestra ambición sin límites, ese corrosivo veneno que nos impulsa a considerarnos los amos de la Tierra y que tantos males acarrea, como, nos recuerda nuestro autor, ya nos reveló Pascal (“he descubierto que todas las desdichas de los hombres proviene de una sola causa: no saben permanecer en reposo dentro de una habitación”).

En consecuencia, Riechmann ataca sin piedad las bases políticas, sociales y económicas  en la que se sustenta nuestra “sociedad de la abundancia” (o nuestra aspiración a conseguirla en estos tiempos de crisis), a la que opone una propuesta de actuación social y económica basada en cuatro principios: autolimitación de nuestros deseos y ambiciones o suficiencia, biomímesis o imitación de las soluciones que la Naturaleza nos ofrece, un concepto muy querido también por Rifkin, ecoeficiencia, como antítesis de la terrible ineficiencia de nuestra economía despilfarradora,  y precaución, o criterio de refreno del optimismo tecnológico. 

A tales principios, nuestro autor, que coincide con Rifkin, partiendo de premisas completamente diferentes, en proponer un modelo más participativo de sociedad, añade el pegamento de la igualdad social y de la cooperación para conseguir fines comunes. 
La pretensión de crear una sociedad perfecta ante el terrible vaticinio del advenimiento del reino de la barbarie en un mundo hostil, como consecuencia de nuestra desmesura consumista, tiene todos los rasgos de las profecías milenaristas que tan bien describió John Gray en Misa negra

Las ideas de Riechmann nos resultan colectivistas, ilusorias salvo en una situación límite y, lo que es más grave,  incompatibles con nuestra preciada libertad individual, compañera inseparable de la condición humana desde la Ilustración. Sin embargo, una de las virtudes de la Pentalogía estriba en que tales objeciones son citadas y rebatidas expresamente por Riechmann, que, como buen ecologista utópico, discute la tesis antropológica del predominio innato del egoísmo del ser humano frente al poder del altruismo como motor social, a la vez que reivindica la posibilidad de una vida plena con muchos menos bienes, pero con más relaciones y más tiempo libre (cuestiones en las que profundiza ¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena, volumen en el que Riechmann ejerce de editor, recientemente publicado por Libros de la Catarata).

En cualquier caso, la Pentalogía de la autocontención resulta muy perturbadora por cuanto, sorprendidos como el niño inquieto cuando le advierten sobre las previsibles consecuencias de su irresponsabilidad, pero tan decididos como él a continuar con nuestras travesuras, el discurso de Riechmann nos provoca una  profunda culpabilidad ante la pésima herencia que legaremos a nuestros hijos, plenamente conscientes de que nunca seremos capaces de aplicar por nuestra propia voluntad un cambio tan radical en nuestras prioridades individuales y sociales como el que el autor nos propone.


  • Un mundo vulnerable. Ensayos sobre ecología, ética y tecnociencia, 2001, 23 euros,  424 páginas.
  • Gente que no quiere viajar a Marte. Ensayos sobre ecología, ética y autolimitación, 2004, 17 euros, 256 páginas.
  • Todos los animales somos hermanos. Ensayos sobre el lugar de los animales en las sociedades industrializadas, 2005, 20 euros, 360 páginas.
  • Biomímesis. Ensayos sobre imitación de la naturaleza, ecosocialismo y autocontención, 2006, 20 euros, 368 páginas.
  • La habitación de Pascal. Ensayos para fundamentar éticas de suficiencia y políticas de autocontención, 2009, 19 euros, 320 páginas

Todos los títulos están editados por Libros de la Catarata

sábado, 4 de febrero de 2012

Crítica a Libertad, de Jonathan Franzen



Más de un año después de su publicación en Estados Unidos llega a las librerías españolas Libertad. Durante ese tiempo, los comentarios, reportajes y críticas que han llegado del otro lado del Atlántico sobre la cuarta novela de Jonathan Franzen han sido tan elogiosos (“la primera gran novela norteamericana del S. XXI”) que resulta difícil no hacerse con un ejemplar. Una decisión de la que la gran mayoría no se arrepentirá.

Su argumento gira alrededor del matrimonio formado por Walter y Patty Berglund, “progresistas hiperculpabilizados” que de la noche a la mañana pasan de ser la familia perfecta a los vecinos que todo el mundo evita. Y aunque el texto comienza justo en el momento que esta relación parece resquebrajarse, a raíz de la decisión de su hijo Joey de irse a vivir con la hija de los vecinos, Franzen construye un puzzle temporal que nos traslada hacia el pasado y futuro de la pareja, recorriendo distintas etapas de sus vidas, de las de sus allegados (fundamentalmente de la del propio Joey  y de Richard Katz, el mejor amigo de Walter y líder del grupo musical Traumatics) y, por ende, de parte de la reciente historia de EEUU.

El mayor logro de Franzen es esa combinación perfecta entre novela de personajes, con los que a buen seguro muchos lectores se identificarán, y de época, teniendo muy presente la rivalidad entre demócratas y republicanos con los gobiernos de Bush, Clinton y Obama como telón de fondo.

Además, Franzen es un autor que no concibe la literatura sin ciertas dosis de autocrítica, de modo que este libro también invita a reflexionar sobre temas como los desmanes de la Administración y las empresas americanas en Irak, la presión demográfica, la eliminación de los ecosistemas o incluso sobre esa genérica libertad que da título al libro y que muchos no saben utilizar (“lo único que nadie te puede quitar es la libertad de joderte la vida como te dé la gana”). 

Franzen no pontifica, sino que son sus personajes, sólidamente construidos, los que se cuestionan el modo de vida actual o de otros que, por el contrario, saben aprovecharse de las circunstancias. Personajes, en fin, de carne y hueso, que aman, odian, temen, traicionan y se traicionan, se enriquecen a costa de los demás e intentan dar la voz de alarma sobre el negro porvenir que nos acecha. 



Detrás de tales protagonistas hay un narrador excepcional que les conoce y sabe sacar provecho de ello, por ejemplo a través de descripciones jocosas y originales que siembran de ironía todo el relato. Así, mientras Patty es descrita como “una alegre portadora de polen sociocultural, una abeja afable”, Walter llega a ser caricaturizado como “Don Buen Tío Sobrehumano de Minnesota y Bicho Raro Moralista Amante de la Naturaleza”). Para darle más variedad al relato, Franzen no se limita a darles voz mediante la tercera persona clásica, sino que incluye varios pasajes de la autobiografía que Patty escribe a sugerencia de su psicoterapeuta o una entrevista de un admirador a Richard que no tiene desperdicio.  

El autor no duda en declararse deudor de la novela clásica (en Libertad hay incluso un pequeño homenaje a Guerra y Paz, de Tolstoi), sin olvidarse nunca de que su mayor triunfo será entretener al lector. Y doy fe que lo consigue con un texto difícil y ambicioso en cuanto al desarrollo de trama y subtramas, de la caracterización de los personajes y del periodo abarcado, pero que en todo momento resulta fácil de leer, ameno y divertido. 

Quizás a algunos les disguste un final que puede resultar algo “blandito” o a otros les molesten ciertos personajes y situaciones estereotipadas, pero seguro que se han dejado entretener por un mago que embelesa con una historia personal, de un matrimonio de clase media como tantos otros, que trasciende y llega a contagiar sus alegrías y sus miedos, acompañándonos más allá de las páginas del libro. 


Libertad
Jonathan Franzen
Editorial Salamandra
672 páginas
25 euros en papel/ 







lunes, 30 de enero de 2012

Primeras personas




Qué poco se escribió siempre en primera persona del singular. Lo recuerda Iñaki Uriarte en este librito íntimo, casi susurrado, despojado y gozoso. La introspección literaria nace con San Agustín. Hasta ese momento a nadie se le ocurrió buscar en su interior para llenar la hoja. Pero, más extraño si cabe es el hecho de que tuvieran que pasar mil años para que otros, como Montaigne, volvieran a hacerlo.

Uriarte remite siempre que puede a Montaigne, su guía espiritual. En algún momento de estos Diarios 2004-2007 llega a confesar que su vida habría sido diferente de no haber leído al autor de los Ensayos, aquel que dijo que “todo hombre lleva la forma entera de la condición humana”. El libro de Uriarte es, en el fondo, un homenaje a esa literatura del yo: Cardano, Cellini, Pepys, Rousseau, Pla, Jünger, Borges.  

Uriarte da con el tono justo para contarnos, siempre de forma fragmentaria y, en apariencia, poco premeditada, los detalles de su peripecia vital. Nos habla de su encaje en esa familia del cogollito burgués de Bilbao con la que tantos momentos comparte, de sus idas y venidas a Benidorm, del afecto que le tiene a su gato Borges, de sus adhesiones literarias y de sus lecturas, de sus amigos de generación, progresistas que cambiaron de registro en muchos casos, de lo pernicioso de los extremismos en el País Vasco…

Al contrario que San Agustín y que muchos que han recurrido al diario para dar cuenta de sus torturas existenciales, Uriarte nos habla de su vida muy ufano, sin arrepentimiento, con la sutil ironía y el descreimiento que dan los años. Sus apuntes son, de algún modo, una celebración, pero sobre todo un ejercicio de sinceridad. Quizá sea así porque los concibió con la libertad del que se resigna a pensar que nunca interesarán a un editor y serán publicados.




Aquí dejo algunos de los pensamientos que conforman este Diarios 2004-2007, volumen que es continuación de uno anterior y que, espero, sea el precedente de otro que ahora debería estar gestándose.

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Roth (Everyman), Coetzee (Diario de un mal año), García Márquez (Memorias de las putas tristes). Los viejos y el deseo de las jovencitas. Cada vez serán más frecuentes estas doloridas fantasías de ancianos en las novelas. Antes los escritores no vivían tanto. Cada vez habrá más escritores viejos verdes.

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Por mi modo de vida, sin obligaciones de trabajo, y con una gran facilidad para quedarme sentado o tumbado bastante tiempo mirando al techo, por mi afición a leer, un observador externo podría deducir que soy alguien que piensa mucho. Solo estoy distraído, en los dos sentidos de la palabra.

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La capacidad para ser desobediente me parece una de las mayores virtudes que se pueden poseer.

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Pero a veces has garabateado dos páginas y observas que lo que querías decir cabe en tres líneas.

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A veces no soy como el que escribe estas páginas. Incluso me produce extrañeza su autor. Pero releo algo de lo que dice y ya puedo seguir hablando con él.

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Recuerdo la primera vez que fui a la playa en Benidorm, hace muchísimos años. Al salir de casa, María me tendió una silla y una sombrilla. Hice un gesto de rechazo. “Qué horterada –pensé-. A la playa se va solo con una toalla”. Ahora voy con todo tipo de mobiliario.

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El doctor Johnson decía que la lectura de las obras de Shakespeare permitiría a un ermitaño hacerse una opinión completa de los asuntos del mundo. Absurdo. Cualquier suceso de la vida real es mil veces más pedagógico que todo un novelón.

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Qué día. “Estos días azules y este sol de la infancia”. Cuando hace un tiempo de verano como hoy, limpio, seco, impecable, me vienen siempre estas célebres palabras que le encontraron en un bolsillo a Machado, después de su muerte, escritas en un papelujo. Y eso que la mayoría de mis días de verano en San Sebastián debieron ser nublados.

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La satisfacción del deber cumplido. ¿Y la del incumplido? ¿La satisfacción de mandar a tomar vientos una tarea supuestamente ineludible? A cuántas cosas nos gusta llamar “deberes”.

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A partir de cierta edad la gente empieza a tener teorías sobre todo. Se acusa de idealismo a los jóvenes, pero sus ideas suelen ser de otros y se van tan rápido como vinieron. Los verdaderos y plomizos teóricos del universo son los mayores. A estos ya nadie se la da con queso.

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X se preocupa porque su hijo de veinticuatro años sale mucho de noche y no emplea el tiempo en nada serio. Hablamos y me muestro solidario con su preocupación, hasta que me doy cuenta de que su hijo no hace otra cosa distinta de lo que yo he hecho casi toda mi vida.

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Cuando en estas páginas nombro a alguna persona famosa, lo hago como quien se hace una foto junto a la Torre Eiffel y la coloca en su álbum. Sin duda, con el afán narcisista de decir y de decirme: yo también estuve allí.

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Diarios. Segundo volumen: 2004-2007
Iñaki Uriarte
Pepitas de calabaza Ed.
186 páginas
15 euros

sábado, 14 de enero de 2012

¡Qué pena!





A propósito del cierre de Revista de Libros, de Caja Madrid



  
Me entristeció enterarme, a la vuelta de las Navidades, de que la Revista deLibros, de la Fundación Caja Madrid, dejó de salir en diciembre. Llevaba 15 años en el kiosco con un formato inusual y una propuesta ambiciosa. 

Siempre me sorprendió la amplitud de miras de esta publicación, donde colaboraban miles de críticos, profesionales profesores y expertos, y en la que se hablaba de “letras”, de literatura, de arte o de política; pero también de “ciencias”, de tecnología, de física, de arquitectura, de economía o de matemáticas. Al contrario que otras revistas “cultas”, Revista de Libros se buscó asesores en todas las áreas para informarnos de las novedades editoriales de casi todos los campos del saber y de la vida.

[Ahora que se habla tanto del modelo Huffington Post, donde un ejército de bloggers mantiene el discurso informativo, me pregunto si Revista de Libros no adelantó ese modelo con sus cientos de colaboradores que, durante años, nos dejaron miles y miles de artículos de las más variadas temáticas].  

La publicación, dirigida de principio a fin por Álvaro Delgado-Gal, columnista hoy de ABC y antes de El País, también nos abrió la perspectiva geográfica y nos avanzó lo que se publicaba de interés en los mercados de editoriales de referencia, en Estados Unidos, Francia, Alemania o el Reino Unido.  

También me llamó la atención siempre la independencia editorial, un caso raro en este país, donde el extremismo y el sectarismo político oscurecen la discusión pública y han colonizado, hasta cierto punto, el mundo de la cultura y de los libros. Revista de libros era inclasificable ideológicamente, y eso molestaba. Obligado a tener que leer entre líneas los suplementos de los periódicos por su claro sesgo político, empresarial o incluso familiar, Revista de Libros era un oasis.

También era una publicación currada y seria. Álvaro Delgado-Gal y su equipo editorial podían tardar meses en analizar las novedades que el voraz negocio editorial obligaba a comprar y deglutir al instante. Se discutían los textos con los autores y se afinaban. Además, se notaba el trabajo de edición y corrección de los textos, algo cada vez más escaso en el mundo del periodismo. 

En el formato y en el estilo, Revista de Libros también fue diferente e interesante. Como asegura su equipo en la página web, intentó, a su manera, traer al ámbito hispano modelos de referencia en el mundo inglés como New York Review of Books o Times Literary Supplement. Cultivaba ese género tan anglosajón que es el ensayo a través del libro, evitando por un lado el exceso de erudición académica, pero yendo más allá de la reseña apresurada, indulgente e interesada de los diarios.  

Ese desafío constante al sectarismo y al ritmo trepidante del mercado que daba lugar a una crítica sosegada y meditada era posible por el patrocinio de Caja Madrid. De otra manera, no habría podido mantenerse una publicación de este tipo, que, en cualquier caso, no era cara y suponía peccata minuta para una institución financiera multimillonaria.

Ahora, Bankia, donde está integrada Caja Madrid, ha dicho basta. A consecuencia del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, está en una situación delicada y no le salen las cuentas, y Revista de Libros es un gasto superfluo que hay que eliminar. Cuando aceptamos la reconversión del sector de las cajas para salvar el sector financiero español, tuvimos que aceptar también –aunque quizá no reparamos en ello en su momento- un recorte importante de la obra social de estas entidades. El cierre de Revista de Libros es, ni más ni menos, una consecuencia menor de este ajuste.

Si recortamos en prestaciones ciudadanas básicas, ¿por qué no íbamos a aceptar el cierre de una revista de libros disfrutada por unos cuantos miles o, a lo más, decenas de miles de lectores? Estoy de acuerdo. No conviene mirarnos demasiado al ombligo y pensar que los libros están por encima de todo. Sin embargo, también debemos tener en cuenta que el coste de mantener funcionando Revista de Libros es mínimo y que corremos el peligro de que cuando la crisis amaine, por decisiones de este tipo, nos encontremos un país arrasado culturalmente.

Revista de Libros, donde compartían páginas gente tan diversa como Carlos Rodríguez Braun, Luis Alberto de Cuenca, César Alonso de los Ríos, Félix de Azúa, César Antonio Molina o  Manuel Rodríguez Rivero, era un oasis en un país tan tribal, gregario y de trazo grueso como el que tenemos.

Quizá Delgado-Gal y su equipo deberían plantearse cambiar el gran mecenazgo de la caja de ahorros por el micromecenazgo de los miles de lectores interesados en que la historia de esta publicación no acabe aquí. Es lo que los anglosajones llaman crowdfunding. Tampoco estaría de más relanzar la publicación en Internet. Si así fuera, aquí tienen a un lector dispuesto a echarles una mano. 


domingo, 8 de enero de 2012

¿Visionario o cantamañanas?






El bullente crisol de la sociedad estadounidense ha creado una raza específica de millonarios, influyentes y, frecuentemente, contradictorios personajes públicos que, bajo el efecto amplificador de unos potentísimos medios de comunicación, se disputan sin descanso el espacio mediático.  Jeremy Rifkin, polifacético consultor político y prolífico autor de una veintena de libros de divulgación en los que suele anticipar transformaciones radicales en el mundo sobre la base de nuevos paradigmas científicos, sociales y ambientales, ejemplifica perfectamente las virtudes y los defectos de esa singular estirpe de grandes comunicadores norteamericanos, a la que pertenecen numerosas figuras, tan relevantes como controvertidas (recordemos tan solo a Al Gore, a Oprah Winfrey o al propio Bill Clinton).

El hiperactivo Rifkin, con la ayuda de una oficina digna de un mandatario de alto rango, la Fundación de tendencias económicas, predica sin cesar por todo el globo sus estimulantes y, adivinamos, casi siempre inaplicables ideas sobre el futuro de la Humanidad, mientras se reúne con todo tipo de políticos deseosos de retratarse con el visionario gurú tecnológico de los nuevos tiempos. Bástenos recordar, como el mismo Rifkin cita en la Tercera Revolución Industrial, la importancia que José Luis Rodríguez Zapatero daba a sus propuestas en el momento en el que se suponía que España iba a cambiar radicalmente de modelo productivo hacia un sistema económica y ambientalmente sostenible basado en las energías renovables (nada menos que un millón de nuevos empleos en el sector fue la deslumbrante profecía de Rifkin para nuestro país).

La Tercera Revolución Industrial es un producto divulgativo típicamente rifkiniano. El libro combina ingentes dosis de autobombo (Rifkin se reserva un papel estelar como decisivo dinamizador de políticas públicas e iniciativas privadas para el advenimiento de la tercera revolución industrial) con abundantes citas a las causas de los problemas de sostenibilidad de nuestra civilización y a las múltiples iniciativas individuales y colectivas que recoge la Red para resolverlos.



Al hilo de ello, y bajo la envoltura de una propuesta de gran ambición, acorde con la crisis ambiental y el declive en la oferta de combustibles fósiles que nos acechan, nuestro iluminado autor nos propone un cambio radical en el modelo energético y social (una nueva, la tercera, revolución industrial) para construir redes colaborativas donde las actuales estructuras verticales de producción eléctrica y de toma de decisiones políticas sean sustituidas por un poder “lateral”, distributivo, ecológico y democrático. La tesis de Rifkin se fundamenta, por un lado, en la difusión de una nueva cultura humana más empática, impulsada, a través de las redes sociales, por la pura necesidad de colaboración en un mundo cada vez más hostil, y, por otro, en la confianza, tan íntimamente asociada a nuestro modelo de desarrollo, en que los avances científicos y tecnológicos nos vuelvan a sacar las castañas del fuego.

En uno de los capítulos esenciales de La Tercera Revolución Industrial se describen, acertadamente, las restricciones que la segunda Ley de la Termodinámica imponen a cualquier sistema, por mucho que les pese a los economistas de la Escuela de Chicago. Como nos explica Rifkin, el equilibrio de nuestra precaria existencia individual e, indirectamente, la base del modelo social y económico que hemos gestado, son inestables, por cuanto se sostienen en la extracción permanente de orden, en forma de recursos naturales, en suma, de materia y energía, de nuestro entorno.

Sin embargo, el libro es profundamente incoherente  en las propuestas para suplir la progresiva desaparición de las fuentes de orden que la Humanidad ha utilizado para su espectacular explosión de desarrollo de los últimos 50 años: la explotación de energía fósil y de recursos, como las tierras raras, tan escasos como necesarios para nuestros progreso técnico. El modelo de generación energética que propone Rifkin, basado en el rediseño global de edificios del mundo entero para que pasen a convertirse en nodos de generación de energía renovable dentro de una red de distribución eléctrica también global, o al menos, continental, donde las decisiones de gestión sean compartidas y no verticales como hasta ahora, es, sencillamente, inverosímil.

Y lo es no solo a causa de las colosales  dificultades conceptuales, políticas, sociales y técnicas de la propuesta, que el autor cita tan solo someramente, sino, más aún, porque los recursos naturales necesarios para desarrollarla son limitados, como señala el propio Rifkin en una parte del libro para olvidarlo en el resto, y, como se deduce de los propios datos aportados por el autor, porque las mejoras propugnadas en la eficiencia energética no pueden compensar el aumento imparable de las demandas que ejercemos sobre el planeta.

Como ya nos advirtió Jared Diamond en el muy popular Colapso, la causa del fracaso de muchas sociedades a lo largo de la Historia se encuentra en su deficiente manejo de las limitaciones ecológicas de su entorno. La huella ecológica de nuestra civilización hace tiempo que alcanzó al planeta entero y, mal que nos pese, la factura a pagar será tremenda si no somos capaces de reducir de forma radical nuestra insaciable voracidad energética y material. A ese fin, la pretensión de lograr una sociedad más empática, con ser ilusoria, resulta más verosímil que la fe tecnológica que domina a Rifkin.

Con todo, las numerosas referencias sacadas de la web y a las que nos remite el autor a lo largo de las páginas de la Tercera Revolución Industrial  resultan lo más interesante del libro, por cuanto nos abren múltiples caminos para la reflexión sobre los grandes problemas ambientales de este siglo y la forma de resolverlos.


La Tercera Revolución Industrial
Jeremy Rifkin
Paidós Ibérica
Barcelona, 2011
400 páginas
22,90 euros

jueves, 29 de diciembre de 2011

Siempre Muñoz Molina




Principios de los noventa. Llego a Madrid, a la universidad, para estudiar periodismo, todavía imberbe, desde mi Tenerife natal y desde esa isla dentro de la isla que es La Orotava. Con la decisión de trasladarme a la capital, mi madre envejece una década de la noche a la mañana -en ese momento me cuesta percibirlo, pero luego el deterioro se hace evidente-. En las asignaturas de literatura de la carrera se cuela, entre grandes nombres y santones -Borges, Cortazar, Chesterton, Marsé, Martín Santos, Steiner, Böll- un tío casi tan imberbe como yo, con cara de chico soñador de provincias. Desde luego no mira desde la solapa de sus primeros libros como un "autor", con ese gesto pretendidamente descuidado, a lo Juan Goytisolo, o con la pose glamurosa y el semblante adusto, sombrío, a lo Milan Kundera.


Es Antonio Muñoz Molina, que acaba de recibir el Premio Nacional de Literatura con El Invierno en Lisboa, un librito corto cargado de mitomanía y de homenajes al jazz y al cine. Me pregunto que pensará Muñoz Molina de aquella novelita, cuanto suscribiría hoy de la misma, aunque intuyo la respuesta. Me miro yo también, miro las pocas fotos que conservo de aquellos tiempos -no había móviles, ni cámaras digitales con las que retratarse a cada rato-, y veo la cara del que no ha dejado de ser un chaval y, sin saberlo, se adentra a toda pastilla en la madurez. Me pregunto cuanto suscribiría hoy de lo que ese chico, ensimismado y egoísta, decía.


1993. Leo durante las vacaciones de verano, mientras mis compañeros de facultad se afanan por conseguir un puesto de becario en las desiertas redacciones de los periódicos, El jinete polaco. Lo recuerdo como un momento de felicidad absoluta. Frases largas y la acción demorada por el estilo y por un tiempo circular, literario. Muñoz Molina a vueltas con sus preocupaciones de siempre: la emigración, la guerra civil, la miseria de la posguerra y del campo andaluz, la educación sentimental, los amores contrariados... Todo un fresco histórico, humano y emocional. Un banquete.


Ardor guerrero. Un amigo de un amigo, un tío con aires de escritor y que está decidido a vivir de la literatura -creo que acabó ganando algún premio menor- me dice muy seguro que Ardor guerrero es lo mejor que ha escrito Muñoz Molina. Me lanzo a su lectura, superando ese rechazo inicial que me producen las tramas cuartelarias. El libro, el más autobiográfico, lo escribe en la paz conventual de una universidad americana. Uno conecta desde la primera línea con ese recluta que ha crecido entre olivares y que en una fría madrugada de invierno de principios de los ochenta coge un tren con destino al tenebroso norte, donde los terroristas empiezan a estar en su apogeo. Ardor guerrero fue y sigue siendo un libro singular. Es uno de los pocos intentos de hacer literatura seria e imperecedera de un momento crucial en la vida de tantos españoles, pero tan dado a la parodia: el servicio militar. Tiempo de humillación y formación forzada. Rito de paso de difícil comprensión hoy para un joven de 18 años. Siempre escuche a mi padre contar, con una mezcla de nostalgia y de asombro renovado, su peripecia en los cuarteles de La Palma, en el año 51. También mi hermano, tantos años mas tarde, nos habló, con cierto orgullo, pero con el alivio de haberlo dejado atrás sin sufrir percance, de cómo le fue en la fría sierra de Almería, adonde llegó en un avión que se caía a pedazos, un episodio que acrecentó su pánico a volar.  


Otoño de 2009. Presentación en Madrid, en la mítica Residencia de Estudiantes, de La noche de los tiempos, un mamotreto de casi 1.000 paginas. Durante más de una hora, Muñoz Molina habla del proceso de gestación y escritura de su novela más larga hasta la fecha. Tres años de viajes y de bucear en libros de memorias y novelas, estudios históricos, archivos, bibliotecas de aquí y de allá, librerías de viejo, ferias de antigüedades... Es la historia de un adulterio en los meses previos a la Guerra Civil y está contado hasta en sus detalles más microscópicos. Alguna vez he visto aplicado a Muñoz Molina el adjetivo de entomólogo. Creo que le viene como anillo al dedo. El relato de la peripecia documental previa a la escritura de La noche de los tiempos bien valdría otro libro. Una lástima no haber grabado la charla que esa fría noche de otoño dio en la Residencia de Estudiantes.


Nada del otro mundo. Paso por la librería y veo esta recopilación de cuentos, que ya publicó en 1993, aunque en esta ocasión ha incorporado un par de historias. Muñoz Molina, tan dado a ralentizar la narración y a demorarse con los detalles más minúsculos del paisaje emocional de sus personajes, es capaz en ocasiones de apretar la vida en una docena de páginas y resolver la historia con un hallazgo detectivesco, o con un episodio surrealista. Eso sí, su mirada es casi siempre piadosa, con el solitario, con el desplazado, con el desamparado.


Una nota. En el epílogo de Nada del otro mundo descubre el motivo de su sequía como cuentista -en casi 20 años ha producido solo tres o cuatro piezas-. Él, que siempre ha escrito cuentos por encargo, dice que los directivos de periódicos ya no incluyen relatos en sus publicaciones, todo lo más minihistorias de 500 palabras como máximo. Existe la extraña convicción, asegura, de que el mejor público posible de un diario es que el no lee o lee poco. Es verdad, en España se escribe mucha opinión, pero poca buena información y casi ninguna ficción, donde el desafío formal es grande y las posibilidades expresivas se multiplican. Una pena.



miércoles, 14 de diciembre de 2011

Es la tecnología, estúpido




Nadie puede negar que Internet ha puesto en nuestras manos un caudal de información y de datos desconocido. Hay estudios que dicen que hoy consumimos el triple de información que en 1960. Somos capaces de “peinar” este océano de datos con cierta soltura y a la vez que hacemos otras cosas. En fin, que nos hemos hecho unos magos del multitarea. Podemos “leer” una página de Internet casi de un vistazo, y eso al tiempo que atendemos las alarmas y las actualizaciones del correo electrónico, las redes sociales o la mensajería instantánea, o incluso respondemos al móvil o al Whatsapp.

Sin embargo, es probable que tanta hiperactividad tenga sus contraindicaciones. A nivel popular, el debate lo inaugura en 2008 el periodista y divulgador Nicholas Carr con la publicación del artículo Is Google making us stupid? (¿Google nos vuelve estúpidos?) en la prestigiosa The Atlantic. En un breve escrito, Carr se quejaba, muy en primera persona, de que Internet le estaba robando la capacidad para concentrarse y profundizar en un tema. El autor reconocía cómo cada vez le costaba más concentrarse en la lectura de un libro a causa de las dinámicas que impone la Red. Carr citaba al bloguero Bruce Friedman, que reconocía que Internet había alterado hasta tal punto sus hábitos mentales que ya no se planteaba leer libros como Guerra y paz, de Tolstoi, y que incluso un escrito de más de 4 o 5 párrafos se le hacía una tortura.


Para Carr, el culpable del desaguisado era Google, que fomenta el picoteo perpetuo en múltiples páginas con el fin de saber cada vez más sobre nuestras preferencias y vincularlas a la publicidad con la que se gana la vida. Estas ideas iniciales de Carr fueron tomando cuerpo y se convirtieron con el paso del tiempo en la base de su libro Superficiales (Editorial Taurus), un trabajo que ha tenido cierta repercusión y que apareció en España la pasada primavera. En él el autor indaga en los cambios mentales que está dejando la tecnología en los jóvenes e intenta respaldarlos con las investigaciones científicas disponibles.

Hay que avisar que Carr no es un ultraconservador enrocado en aquello de que “todo tiempo pasado siempre fue mejor”. Tampoco hace una crítica furibunda de las máquinas al estilo de un Sánchez Dragó, que después de lanzar puñales se jacta de su ignorancia en la materia. Sin embargo, Carr nos advierte: la Web está cambiando nuestras capacidades cognitivas y erosionando las funciones cerebrales más elevadas, como el pensamiento profundo, la capacidad de abstracción o la memoria a largo plazo, que son fruto de la concentración. Incluso las emociones y la capacidad para empatizar con los demás exigen tiempo para ser procesadas. Si no invertimos ese tiempo, advierte Carr, nos deshumanizamos. Él está convencido de que Internet establece nuevas conexiones en el cerebro, pero también debilita otras que acabamos por abandonar.

En una onda parecida se mueve el libro del británico Richard Watson Mentes del futuro (editorial Viceversa)“Los aparatos digitales nos están convirtiendo en una sociedad de idiotas. Si cualquier trozo de información se puede recuperar con un solo clic de ratón, ¿para qué preocuparse por aprender nada?”, se pregunta Watson, que recuerda que un pensamiento profundo y riguroso, que es el que nos interesa porque nos pone en contacto con la creación y la imaginación, no se puede desarrollar en el ambiente caótico del multitarea, tan lleno de interrupciones e hiperenlaces, ni se puede hacer con los 140 caracteres a los que obliga Twitter. En fin, leemos más, somos muy ágiles a la hora de trasegar con información, pero somos culturalmente más ignorantes y cultivamos un pensamiento de miras cortas.

Desde un punto de vista científico y neurológico, probablemente es aventurado decir que Google, Internet o los móviles nos están cambiando la estructura del cerebro. Notar esos cambios requiere periodos de observación muy largos. Sin embargo, sí se puede decir a estas alturas que la tecnología está cambiando hábitos y conductas de una forma quizá irreparable.  Nos ha hecho más diligentes a la hora de lidiar con los datos, pero también más promiscuos, perezosos, impacientes, irritables y gregarios. Precisamente en este último adjetivo se para Jaron Lanier en Contra el rebaño digital (Editorial Debate). Lanier es un autor que ve en la Internet alimentada por los usuarios un fuente imprecisa y tediosa de información y en la que la cantidad se impone a la calidad y las buenas ideas son acalladas a base de gritos.

Mucho menos apocalíptico, sin embargo, es Nick Bilton, responsable de la sección de tecnología del The New York Times y autor del libro Vivo en el futuro y esto es lo que veo (Gestión 2000). Bilton cree que el cerebro se adapta para hacer tareas muy diferentes y que es compatible el multitarea que imponen las nuevas tecnologías con la lectura sosegada. Bilton habla incluso de los beneficios que tienen los videojuegos, denostados por muchos, para algunas profesiones, como los médicos cirujanos. “Los videojuegos estimulan el cerebro de los jóvenes como lo hacen los libros”, sostiene.

En fin, son libros que dan un toque de atención sobre los efectos de algo tan ubicuo y cotidiano como la tecnología, que usamos en exceso pero que raramente sometemos a examen. 


martes, 6 de diciembre de 2011

Queridos Reyes Magos, quisiera un ebook



C. A. G.

A estas alturas, mientras la mayoría de los niños está pensando qué regalos pedir a los Reyes Magos, son muchos los padres que lo tienen claro: un lector de libros electrónicos. A los tradicionales Papyre, Sony Reader y Wolder, se han añadido en el último mes los dispositivos de las tres principales tiendas de libros del país (Fnac, Casa del Libro y El Corte Inglés) y el del portal Amazon. 

Son cuatro aparatos muy similares. De hecho, todos cuentan con pantallas de 6 pulgadas de tinta electrónica, 2 Gbytes de almacenamiento interno, ranura para tarjetas de memoria (excepto el Kindle) y conexión WiFi, lo que permite descargar los títulos sin necesidad de contar con un ordenador a mano. Tanto el eReader Tagus (119€) de Casa del Libro como el libro electrónico de la Fnac (129€) provienen del fabricante español Bq, mientras que el Wibook 650T (189€) de El Corte Inglés es un producto de producción propia y Amazon trae a España únicamente su Kindle más económico (el de 99€).

En cuanto a sus catálogos, Amazon es la que atesora más títulos: 900.000 ebooks (22.000 en español, pero ya ha anunciado que incluirá 4.000 nuevos títulos de aquí a tres meses), frente a los 60.000 de Casa del Libro o los 35.000 de El Corte Inglés. Otro tanto a su favor es su precio. Vende, por ejemplo, lo último de Ruiz Zafón (que no está metiendo tanto ruido como al que nos tiene acostumbrados) a 9,49€, mientras que la Fnac y El Corte Inglés lo hacen a 9,99€, y Casa del Libro, a 11,99€. Puede ser una diferencia vital para llevarse a los compradores. Sucede lo mismo en el caso de la última obra de Pérez Reverte o la biografía de Steve Jobs.

Sin embargo, el Kindle de Amazon también tiene un importante inconveniente. Y es que el portal estadounidense trabaja con el formato propietario AZW, que precisa de una aplicación de conversión si el libro no se compra desde la propia Amazon (la más popular es Calibre), mientras que el resto de servicios online distribuyen los títulos en ePub (que ya se ha convertido en el más usado) y no pueden leer AZW.

Esta limitación ha sido criticada recientemente por el editor y padre del concepto Web 2.0, Tim O´Reilly, quien en FICOD, el Foro de Contenidos Digitales, celebrado recientemente en Madrid, ha expresado su preocupación porque Amazon controle el mercado del libro electrónico “con su intento de instaurar un sistema propietario y de control de dispositivos”.

El libro electrónico todavía no ha levantado el vuelo por estos pagos. No pasan del 2 o 3% los libros que se venden en este formato en España, mientras que en Estados Unidos ya andan por el 20%. En su contra juega el hecho de que los precios no son atractivos. Una rebaja del 20 o 30% respecto a la edición en papel no es suficiente. Algunos expertos creen que es posible dejar el PVP en la mitad y que todos los interesados sigan ganando dinero. Eso sí, antes el Gobierno deberá bajar el IVA del 18% actual (que es el tipo general) al 4% (tipo reducido) que paga el papel. La razón, totalmente injustificada, de este desequilibrio es que el ebook se considera un servicio de comercio electrónico. Estaría bien que el PP le diese "una pensada" a esta cuestión, como amenaza con hacer con el tabaco en los bares. Cruzamos los dedos. 

En todo caso, está claro que estas Navidades serán cruciales. El lector de eBooks se puede convertir en el regalo estrella por dos razones: primero por precio, puesto que 100 es una cantidad razonable en estos tiempos de crisis y apreturas; y, segundo, porque, por fin, hay una oferta amplia de títulos en las librerías más importantes. Que se preparen sus Majestades.